Un debate recurrente cada verano es el de si podríamos vivir de vacaciones todo el año, si realmente apreciaríamos este periodo del mismo modo en el caso de que esa manera de vivir formase parte de nuestra rutina. Son conversaciones que se repiten, que surgen ... a menudo entre grupos de allegados y amigos, que se animan entre cervezas y con el sonido del mar de fondo. Y aunque los argumentos no varían de vez en vez la intensidad de la charla siempre es alta. El tema nos gusta, aunque nunca lo haya discutido con nadie con posibilidades de aspirar a esa opción.
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Lo que no deja de sorprenderme es que haya gente que vacile con la respuesta, que manifieste sus dudas. Gente que se plantea que pueda haber una situación mejor que la vacación permanente.
¿Quién no sabría articular su día a día en torno al descanso? ¿A qué clase de persona no se le ocurren pasatiempos suficientes para cubrir las 24 horas? ¿Qué puede dar más placer que la vida contemplativa? ¿Por qué nos atemoriza el aburrimiento?
Las reglas de esta discusión están claras. Todos los que participan dan por supuesto que para llevar a cabo un proyecto vital de estas características se han de cumplir unos requisitos económicos y de ocupaciones familiares imprescindibles. El dilema se plantea solo en el supuesto de que no exista nada que impida tomar esta decisión. Es decir, la pregunta, es si alguien en su sano juicio querría trabajar o cumplir una obligación diaria si no fuese por el sustento económico. Aunque resulte increíble hay quienes afirman que sí, que mantendrían esa ocupación y que se muestran convencidos de que lo contrario únicamente conduce al hastío. Son los mismos, por cierto, que aseguran que aunque les tocase la lotería continuarían fieles a su oficina. Es otra variable de un debate idéntico, que se reactiva de cara a las fiestas navideñas.
Quede claro también que esto no tiene nada que ver con la clase de oficio que cada uno desempeñe, con lo comprometido que esté con su profesión, con las alegrías que le proporcione su actividad laboral o con lo realizado que se sienta en su cargo. Eso influye, claro, pero no olvidemos lo importante de esta disputa: los trabajos son eso, trabajos.
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Las vacaciones, cuando no hay preocupaciones de por medio, nos ponen de buen humor, nos conceden tiempo para cuidarnos mejor, nos permiten estar en contacto con un mayor número de personas a las que queremos, nos facilitan acceder a más libros o películas, nos ayudan a dormir sin alarmas, nos desfogan, nos otorgan un color de piel con el que nos vemos más guapos. ¿Quién querría renunciar a algo así?
Hay debates que se agotan prácticamente antes de que comiencen y aun así somos reincidentes con ellos. Posiblemente sea porque discutir sobre ello es lo más cerca que vamos a estar de ese estado ideal.
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