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He estado haciendo arqueología entre varios cajones en casa donde guardo fotos de toda la vida. Tengo pendiente ordenarlos tanto tiempo como llevo viviendo en esa casa, todo sea dicho. Me he sorprendido -y a ratos asustado- de algunas estampas que he encontrado y que ... me muestran a un Mikel que casi había olvidado. Me ha gustado recordarme y, por supuesto, me he reconocido en la mayoría de imágenes, aunque ahora no me identifique con muchas de ellas. No solo porque las canas y las arrugas se empeñen en manifestarse, sino porque mis costumbres y aficiones han cambiado bastante.

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Abrir esos cajones fuerza una conexión directa con el pasado, para la que nunca estás suficientemente preparado. Quizá por eso postergo continuamente ordenar tanta reliquia. El regreso al pasado en algunos casos es literal. Solo así se justifica que aún conserve sobres de cuando las fotografías se revelaban en tiendas físicas y al recogerlas llegaba la sorpresa de las que habían salido borrosas o mal encuadradas. En la época en que nos entregaban los negativos por si queríamos hacer más copias, algo difícil de explicar hoy en día en que una imagen puede distribuirse a millones de dispositivos en apenas unos segundos.

En muchas fotos se cuelan familiares que ya no están, a los que tuvimos que renunciar. Reencontrarnos con ellos nos sigue sacudiendo por dentro, aunque hayan pasado años desde la última vez en que pudimos disfrutarlos. Una vez superado el impacto reconforta volver a verlos sonriendo, abrazándote o en alguna postura particular que ya habíamos olvidado que solían usar. Otros están, pero ya no se parecen en nada a los que nos presentan las imágenes. La realidad no para de dar sopapos. El paso del tiempo y otras circunstancias han mermado su memoria o su movilidad y ya no tienen nada que ver con quienes retratan esas instantáneas. Hay personas con las que dejamos de fotografiarnos, por razones que ya ni recordamos. Las fotos compartiendo carcajadas y cervezas nos animan a volver a saber de ellas. Luego, ya en frío, piensas que tal vez no sea buena idea, que algunas cosas es mejor no forzarlas.

Abrir cajones con fotos fuerza una conexión directa con el pasado para la que nunca estás preparado

En el repaso vuelvo a viajar a Japón o California. Y al pueblo de mi padre, en el que pasaba los veranos de crío. Regreso a la cafetería de la Universidad donde tanto tiempo pasé jugando a las cartas. Y a las noches en la biblioteca en la que de vez en cuando también estudiábamos.

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Algunas fotos -pocas- me sonrojan y, de repente, me asalta la duda de si quiero conservarlas, si me apetece que alguien -mi hijo- en un futuro las vea. No porque me avergüencen, sino porque fuera de contexto tal vez no se entienden. Y por un momento estoy tentado de romperlas. Al final opto por posponer la decisión. Al fin y al cabo ese también era yo. Cierro el cajón. Y retorno al presente.

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