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Pido el comodín del columnista pesado, que una vez al año insiste en sus obsesiones de siempre. Y como siempre, como una botella lanzada al ... mar con el mismo mensaje de siempre, habrá que perpetrar idéntica columna, la misma de todos los años, reclamando la reflexión sobre la fiesta. Es uno de los mejores ejemplos de la escasa influencia de lo que uno hace. De hecho, da la sensación de que cuanto más se reclama equilibrio y serenidad, más velocidad se imprime al desenfreno. Está claro que las Fallas que uno vivió, y que recuerda con nostalgia, nunca han de volver. No están las personas, mis padres, mis tíos, los que en los años 40 decidieron montar esa comisión de barrio, en la que, a pesar de todo, fuimos felices, y que tanto nos obsesionó. Pero la fiesta no puede desprenderse de las consecuencias de su poderosa atracción. Y está bien que así sea mientras el éxito no las convierta en el simulacro de lo que ya no resulta auténtico. Y sin embargo, todo lo que supone la fiesta, aunque en pequeñas dosis, permanece inalterado. Yo tengo un ritual singular en la tarde del día de San José, vinculado a la estética de la desaparición, de lo que casi está a punto de morir. Más de la cremà que de la plantà. Deben ser las consecuencias de la edad. Se trata de una visita clandestina, alejado del protagonismo, por las fallas de mi demarcación. Ayer mismo, fuera del tumulto vi la Falla Exposición, la de Bachiller-Alemania, las de Benimaclet, Barón de San Petrillo, la Murta, la cercana y adyacente al colegio del Pilar. En todas ellas se detectaba el fulgor lejano de las que fueron mis Fallas. Ambiente de barrio, música y lágrimas, padres e hijos, esos grupos de adolescentes que se han conocido y están a punto de despedir sus primeras Fallas hormonadas. Puede que si hay futuro, y sí que lo hay, radique en esa insistencia territorial, alejada de la incómoda masificación. No se trata de la unanimidad en torno a la fiesta, como si fuera una condena que nos obliga a ser apasionados sobre la fiesta. Valencia, y su identidad, son tantas cosas distintas, y en apariencia incompatibles, que no resulta justo reducirla a una etiqueta. Las buenas sociedades son las que se revelan profundas en torno a la manera en que encaran su manera de vivir. Ortega decía en El Espectador, hablando de la profundidad de Francia, repleta de estratos, es su capacidad para hacer compatible lo que en apariencia no lo es. «La tradición de Francia es tenerlas todas». Junto a la imagen poblada de la Virgen en la plaza, hoy mismo, como todos los días, la gente pasa, como todos los días, asomando la mirada, y santiguándose, alejándose de la imagen turística.
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