Aemet anuncia lluvias en Valencia desde este domingo, que podrán ser localmente fuertes o persistentes el martes

Cualquier clasificación encierra una injusticia. A mí me molestan las etiquetas, sean políticas o de cualquier otro tipo. Me enoja esta época del mundo que ... nos conduce, invariables, a ser etiquetados como un producto, destinado a formar parte de un lineal de un supermercado, con la trazabilidad asegurada, y precisa, sin margen de variación. A lo largo de nuestra vida, afortunadamente, no somos el mismo que fuimos, y nuestra biografía refleja la variación, los cambios, la caducidad. Es imposible que la cultura, como la vida, se acomode como los cajones en los que se acumulan las referencias de una ferretería. De la misma manera que uno tiene amigos diversos, contradictorios, y acabas mudando la piel, las emociones, y la propia mudanza de las cosas precipita y educa nuestra visión del mundo. No es que nos debamos de conformar con una sola ventana o una reja. Son todas las rendijas, en la cultura, las que hacen posible la ventana. Sin necesidad de título habilitante. Y ninguna nos tiene que encerrar. Por eso mismo, el otro día, en un acto sobre la danza, en la presentación de Dansa Valencia, me dio por rememorar la filosofía. No tiene que ver con la incapacidad de uno para el movimiento, o con la torpeza con que expresamos nuestras ideas. No hace falta que uno sea apasionado de este o aquel ámbito de creación. Demasiadas veces se utiliza la palabra disciplina, y la propia palabra disciplina puede que no sea la acertada. Referirme a Nietzsche para hablar de la danza no era el recurso de un impostor. Como Joaquín citando el tenis sin haber cogido una raqueta. Porque es cierto hablar de la importancia filosófica de la danza, como también lo tiene cuando nos referimos al verbo y la palabra. Pero en este caso, decía Nietzsche de la transformación mágica de la danza, cuando «el ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte». Desaprende a hablar y andar, y puede volar. El torpe en cualquier ámbito de la creación tiene envidia de cualquier otra capacidad que no fuera la suya, y es lo que me sucede a mí. En cualquier caso rememoraba esa frase tan conocida del filósofo: «Yo sólo creería en un dios que supiera bailar». Ni es una paradoja, ni algo que tenga que ver con la creencia. Ni siquiera hace falta que la danza haya de venir de la danza. La danza puede venir del cine. De 'Los unos y los otros', la película de Claude Leloux, con la coreografía de Jorge Donn del bolero de Ravel o de Antonio Gades o Carmen Amaya en Los Tarantos, la película de Rovira Beleta. Antonio Saura te lleva a Gades y a Bizet. Muchas rendijas forman una ventana, para comprobar, y casi tocar con los dedos, que Dios sí que sabe bailar.

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