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En cierto sentido, quiero pensar que la obsesión por la novedad es vulgar, casi adocenada. Esa insistencia en arrinconar lo antiguo, no repararlo, y dejarlo ... morir, como si solo lo nuevo moviera nuestra atención, corre el peligro de que acabas desatendiendo lo esencial, el valor de las cosas, para no tener presente sino la novedad del envoltorio. Los envoltorios puede que sean un fraude. Siempre vuelve el pasado, los clásicos. El Teatro Principal, el San Pío V, volver a leer a los buenos autores, los clásicos que no defraudan, ver las obras de teatro de siempre. Volver la mirada a Brecht, a Chejov, a Verdi o a las variaciones Goldberg. Una película en el cine Oeste. Dejarse estar de las series adictivas, y centrarse en las películas que no caducan. La novedad te achicharra, y te hace sentir como una polilla revoloteando, atraída por una luz brillante, cuando resulta que esa luz lo único que hace es conducir a esos insectos hacia la muerte, porque confunde su sistema de orientación. Me ha dado por el espejo retrovisor. Es una apuesta valiente. Ahora vuelvo al Enrique Vila-Matas de 'París no se acaba nunca': «El pasado, decía Proust, no solo no es fugaz, es que no se mueve de sitio. Con París pasa lo mismo. Jamás ha salido de viaje. Y encima es interminable, no se acaba nunca». El pasado y lo antiguo volverán a estar de moda. Con unas zapatillas siempre corres el riesgo del error, mientras que los mocasines tienen décadas de eficacia, porque nunca te equivocas en el número. Pasa con la novedad de las ciudades, cuando resulta que acabarán venciendo aquellas que sean capaces de resistir, de releerse, de ser fieles a si mismas, que no se muevan de su sitio, y perseveren en lo auténtico, en su belleza antigua. Que no se retoquen con el filtro que disimula las heridas, sus arrugas, y pretendan ocultar lo que en el pasado fue presente luminoso. Veo en el nomenclátor y en los letreros el surco de la ciudad que fue. Las sendas y caminos de campos y huertas que un día fueron, fósiles y trazas de un paisaje del que solo queda la fonética, el nombre: los caminos viejos de Alboraia, de la Fonteta, de Patraix. Pienso en el sueño de una ciudad orgullosa y valiente, sin complejos. La Valencia que no necesita confirmación ni palmaditas en la espalda. Una ciudad que no salga de viaje, interminable. Desembarazada por igual de los excesos y las pequeñeces. Que compita en lo auténtico, en la vida, no en la liga de las ensaladillas de franquicia y el gastrobar. Una utopía inocente y retrospectiva. La de que vuelvan los cines, los quioscos vendiendo prensa, Noel, Hungaria y la cafetería Baleares.
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