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El recogimiento está infravalorado, como si fuera un síntoma de una enfermedad del alma. Una tara con tristeza. Ahora mismo parece que haya que huir ... a cualquier precio de la intimidad. Lo que puede que canse y agote es que vivimos cientos de fiestas, no solo las propias, sino la de todos los demás, que se viven en miles de publicaciones, y se exhiben sin pudor en la plaza pública.
Siento convertirme en un sujeto extravagante, un kamikaze que se resiste a un proceso inevitable, y se empeña en ir en una dirección, cuando todos van en dirección contraria, incluso cuando me parece incorrecta. Antes, en ese pasado tan cercano que nos definía, no estaba mal visto ni el secreto ni las zonas de sombra. Conocer a las personas, en sus costumbres y aficiones, era un proceso costoso, muy laborioso, que había que gestionar, sin la complicidad del afectado. Ahora parece que la discreción sea una maldad, un elemento de sospecha, como si tuvieras algo que esconder. Las cartas que antes tenían un destinatario, o una declaración de amor, hoy no tienen sentido si no se retransmiten, coram populo. Las biografías de los grandes personajes que tenían que construirse por los investigadores de forma paciente, acudiendo a los datos privados, hoy son materia al alcance de todos. Un año más las redes sociales acreditan de qué manera hemos cambiado. No hay nada en nuestro trabajo o en nuestras costumbres que sea secreto. Homo sapiens. Homo labor. Homo ludens. Homo exhibetur. Cada etapa de la historia ha incorporado una etiqueta que define nuestro proceder, y sin ninguna duda, nuestra etapa es la del hombre que renuncia a la discreción, que reniega de la intimidad y se exhibe sin secretos. Sus fiestas y trayectos, las celebraciones y con quien se comparten, mesa, manteles y viajes se convierten en materia pública, y nada queda fuera del escrutinio de los demás. Vinos, entrantes, carnes o pescados. Puede que llegue el momento en el que las personas auténticamente valiosas, la élite, sean las que conservan su intimidad, o las que tienden a una irrelevancia llena de sentido para preservar lo auténtico. Ya nada parece que se viva con la satisfacción de vivir el momento, sino en la medida que se exhibe sin ningún tipo de pudor. Hay nostalgia analógica, de esas personas que nos llamaron por teléfono, o a las que vimos, y en una conversación sin más nos deseamos unas buenas fiestas, y felices, sin necesidad de saber lo que comen, ni castigarlos con nuestros menús o nuestros viajes programados. Lo valioso de la privacidad.
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