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Lo confesaré, aunque parezca lo contrario. No me gustan los obituarios, ni las despedidas. Ni los tanatorios ni los entierros. Son el género de la ... exageración, de la hipérbole, en el que indefectiblemente, quien escribe acaba cediendo a la tentación de hablar de sí mismo. Valga esto como entrada a unas palabras que me incomodan. Pla decía que un artículo era una casa en miniatura, con su hall agradable y hospitalario. No se me ocurre otra cosa para hablar de Marcela Miró. La conocí en la Universidad Politécnica hace más de 30 años, en aquellos tiempos en los que esa Universidad sufría ciertos desafectos y colaborando con Javier Sanz, aprendí de la importancia del trabajo, del rigor, y hasta de trabajar con quien no pensaba exactamente como tú. En aquella etapa fui inmensamente feliz, y aprendí la gramática del consenso, de la discreción. Y luego nos encontramos en la Generalitat, en una etapa en la que trabajamos juntos. Tengo decenas de anécdotas que forman parte, también de mi educación profesional, y que no corresponde desvelar. Marcela tenía una capacidad de trabajo, y una determinación para hacer las cosas bien, como pocas yo he conocido en esta vida. Aunque yo era un elemento menor de su equipo de trabajo, al saber de Oliva, un día me obligó a que la acompañara en la inauguración de la piscina municipal. Era una forma de agradecer esos tiempos preparando documentos, sin importar la hora. Sándwich y Coca Cola. Aunque no la acompañé en su etapa como presidenta de les Corts, desde aquellos inicios en el campus de Vera, hubo algo que nos unió, a pesar de que éramos tan diferentes. Esa luminosa complicidad que a veces une a lo que no es semejante. El racional y el intuitivo, el verso suelto y la fórmula polinómica. Nos veíamos en la etapa de la Sindicatura, cuando estuve en el Consell Jurídic Consultiu, y era la misma Marcela de siempre, la del trabajo, la de la responsabilidad, la insistencia en el servicio público. Pero se entreveía una sonrisa infantil. Coincidió que en el día de su entierro me tocaba una obligación, de esas que desde hace nada, me acompañarán. No podía, pero fui consciente que la mejor manera de estar cerca de Marcela, y el mejor homenaje era elegir la responsabilidad y el trabajo. Hubiera sido un desastre ponerme a llorar desconsoladamente, por lo jóvenes que fuimos, por todo lo que aprendí en aquel Campus, con Justo Nieto, y aquella gente que tan bien me acogió. Valga este obituario para compensar la cobardía ante la muerte, y mi compromiso ante el trabajo. El mejor homenaje a Marcela.
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