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Las razones del querer

Jueves, 1 de agosto 2024, 00:19

Lo reconozco. No sé poner títulos a las columnas. Lo pongo y de inmediato me arrepiento. Debería haber puesto las consecuencias del amor, como el ... título de aquella película de Sorrentino. Ha habido alguien, con buen propósito, que me pregunta si mantendré las columnas, y le respondo que sí. Para el que vive la escritura con el mismo afecto de siempre, un tanto reverencial, unas líneas sin maldad, que no buscan la vanidad, que no pretenden nada concreto, no pueden molestar a nadie. Significan el respiro. Y la cultura es un espacio tan grande, una casa con tantas habitaciones, que un modesto rincón no se le puede negar a nadie. Equivale a la humildad, a los tuyos, a todo aquello a lo que no puedes renunciar. Al pasado de los que vivieron la guerra y la posguerra, y el hambre, y hasta sufrieron una penalidad, y una determinación por huir del pasado, que solo compensamos con nuestro nombre en una portada. El reconocimiento solo sirve si te arraiga mucho más en la humildad. En tan solo un año, desde la última ola de calor, han cambiado tanto las cosas, que la metamorfosis se me hace incomprensible. De ser una persona que aspiraba a la irrelevancia, con vocación por la discreción, he pasado a otros menesteres. Aunque sea el mismo, con la misma pulsión por el consenso, por sumar voluntades, y ejercer bondades, en el fondo ya no soy el mismo. En aquella última ola de calor estaba en el Museo de Bellas Artes propugnándome para la discreción administrativa, podía mantener una conversación coherente con mi madre, y el asunto candente eran las peripecias de un tal Rodolfo Sancho troceando cuerpos. Un año después, la decadencia y la confusión se ha apoderado de esa conversación, y la tristeza y el dolor son tan grandes que no hay ninguna recompensa que pueda diluir el sentimiento que tengo con esa mirada perdida de quien me cuidó y me dio su amor. Me dicen que, por la edad, mi mirada debería adquirir un tinte de frialdad, de resignación. Esa frase hecha de la ley de vida, que vincula la decadencia a la asunción del final. Ella ya ha vivido su vida, y con muchos años, casi centenarios. Es tan cierto y exacto que no me sale. Hay un límite de la dignidad que ahora me hace fijarme mucho más en el sufrimiento, en los rostros de la gente anciana que pasea por los parques, y si quien pasea son los hijos o gente asalariada. Solo hace un año, con el mismo calor asfixiante, podría haber tenido ese momento de felicidad compartida.

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