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En mi época -ahora me temo que ya no se lleva con cualquier extraña excusa- nos obligaban en el colegio a llevar puesto siempre un ... babero que debía llevar bordado nuestro nombre y los dos apellidos. Cosidos a la altura del corazón.

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El babero era de rayas azul claro y blancas. Como comprenderán, nombres como el de Beatriz García Vila -con esas dimensiones y longitud- encajaban a la perfección en el espacio delimitado para identificarnos. Además, Beti era -y es- risueña, divertida y siempre llevaba el pelo recogido con una coleta rubia con lazos de colores de don algodón. O al menos así la recuerdo yo. En el otro extremo -en eso de tener que identificarnos- estaban situaciones como la de Maria Luisa Fernanda Romero de Ávila y Vilar -nunca olvidaré ese nombre y a esa maravillosa persona en la vida porque era la siguiente a mí en la lista- cuya madre se acogía, de manera acertada, al lujo de bordar algunas iniciales. Corría que se las pelaba y era la mejor compañera de pupitre.

El babi -que así llamábamos a este uniforme- se abotonaba delante y a los lados llevaba sendos bolsillos en los que cabía casi de todo. Dentro podían convivir a la vez meriendas traídas de casa envueltas en papel de aluminio -algo impensable ahora- con ese resto de croqueta que habías logrado despistar de la bandeja del comedor. En el otro, la goma de saltar que se enganchaba con el celo con el que pegabas las chuletas en el reverso. Y por supuesto todo decorado con pequeñas manchas multicolores de rotuladores, ceras o bolígrafos que se alojaban allí como despistados. Al principio éramos sólo niñas hasta que en octavo de EGB -si no sabes qué significan estas siglas es que todavía eres un suertudo pipiolillo- en el colegio abrieron las puertas para que pudieran entrar también chicos. Fueron pocos, no más de 5 en clases de 40 mujeres, pero con ellos... nada volvió a ser igual. Salvo los baberos. A ellos les cambiaron el color -del azul claro pasaron al marino-, los bolsillos los subieron como si fueran de camisa porque, como eran tan pocos, lo de menos era identificarlos.

Podías saberlo casi todo de tus compañeros de clase sólo observando cómo se ponían el babero. Toda una declaración de intenciones. Malotes, empollones, obedientes, quién fumaba o se escapaba de clase, si tenías a un noviete esperándote en la puerta o quién podía convertirse en tu peor enemigo podías identificarlo de un sólo vistazo. Si lo llevabas abotonado o no, estaba limpio o sucio, si los bolsillos estaban descosidos o incluso si no lo llevabas puesto... todo eran símbolos que conformaban un lenguaje claramente comprensible. De lectura fácil. Subestimar estas señales podía ser un error de enormes consecuencias para tu supervivencia. Y este lenguaje, como en otros órdenes de la vida, puede trasladarse perfectamente con otros elementos identificadores a la política en general y a la personalidad política de José Luis Ábalos en particular. Su presencia, actitud y decisión de seguir aforado y de diputado habla por sí solo. Como si llevara puesto un babero. No engaña a nadie. Hará bien Pedro Sánchez, el PSOE y Diana Morant en no subestimarle. ¿No les parece?

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