Sospecho que el 99 por ciento de la gente normal observa pasmada la nueva realidad que se estrenó ayer en el Congreso de los Diputados ... de traducir las lenguas cooficiales. A mi juicio es de una frivolidad enorme. Normalizar algo que podría ser excepcional es derrochar el dinero de todos, es distanciarse de la realidad compleja de la vida de la gente que los puso allí con sus votos y es crear problemas donde no los había. Porque pese a sus diferencias ideológicas abismales, sus señorías con el castellano -o el español, como prefieran- ya se entendían antes.
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Sospecho que hay pocas experiencias más allá del sexo y algún que otro vicio confesable que satisfagan tanto a un político catalán -del tipo de Carles Puigdemont- que verse traducidos por un medio de comunicación nacional para poder ser entendidos por el público en general.
Es una eficaz manera de evidenciar que «somos distintos a ti». El placer se reduce cuando en vez de la traducción simultánea se echa mano de los subtítulos porque ni es igual ni es lo mismo. En el caso vasco, como casi en todo, mucho me temo que es al revés porque en su caso la traducción sí que es estrictamente necesaria y el placer radica claramente en llevarnos a todos a la incomprensión. Cosas de la España de hoy en día.
Porque esto de las lenguas tiene mucho de emocional y es como le escuché al maestro Iñaki Zaragüeta hace unos días parafraseando a Enric Prat de la Riba, «si a una persona le cambias la lengua, le cambias el alma». Y como nuestro país está como está, a los que nos cambian el alma es al resto de los españoles. Los que somos la mayoría somos los que tenemos que adaptarnos para comprender y no al contrario.
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Vivimos tiempos extraños porque nuestros ilustres diputados bien podrían estar pergeñando una ley que proteja la intimidad -un derecho fundamental amparado por la Constitución española- de niñas como las de Extremadura que denunciaban estar siendo extorsionadas con falsas imágenes de ellas desnudas. La perversión de la inteligencia artificial en manos de personas desalmadas que como alertan los expertos campan a sus anchas en el mundo digital porque no existe legislación que nos proteja.
Pero no, esto no es tema prioritario ni importa a nuestra clase política. La diligencia, rapidez y eficacia de sus señorías la reservan para llevar a cabo en tiempo récord la compra de pinganillos y la contratación de los traductores necesarios para que los 350 representantes políticos que aposentan sus posaderas allí, de manera ocasional, y que no se entienden ni aún queriendo en castellano, es de coña. Es un absurdo. Quien pudiendo entenderse no lo hace, como es el caso, es una perogrullada de un país casi tercermundista. Es la manifestación más lamentable de que la clase política está en un extremo y en el lado exactamente contrario, está la realidad de la calle con las familias ahogadas porque no hay quien llegue a fin de mes, los alquileres y los tipos de interés no paran de subir y, por ejemplo, que entrar en un supermercado sea algo que has de pensar dos veces antes de hacerlo. ¿No les parece?
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