Este verano, llámenme frívola, lejos de atender a la polémica del pico de un Rubiales que hace mucho que debió de dimitir -en castellano y ... no en inglés- por otros tantos y más graves motivos, he vivido instalada en una moderada preocupación de origen animal. Me explico. Esta inquietud veraniega y ligera me asaltó una vez decidí pausar por unos días -como Pedro Sánchez yéndose de vacaciones- mi lado responsable con la estabilidad del país.
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Lo que me ha inquietado sobremanera ha sido la presencia incontrolada -casi a las puertas de la invasión- protagonizada este verano por los jabalíes. Si, si, esta linda especie que ha campado a sus anchas, que ha crecido y se ha reproducido libremente cuál comunidad hippie sesentera y que ha violentado sin complejos -y con total descaro- la paz de restaurantes, viviendas, cosechas y espacios de forma indiscriminada.
Una, que es algo miedosa, salía de casa con el miedo en el cuerpo y transitaba por las calles agazapada de esquina a esquina sin bajar la guardia con el objetivo firme de salvaguardar mi integridad. Y la de los míos. Y todo esto, sin tomarme demasiado a pecho -aunque peco de hipocondría- eso del posible contagio de las enfermedades que transmiten estos bichos de cuatro patas o el libre albedrío de garrapatas y demás insectos que transportan.
Solos o envalentonados por la fuerza de la manada, estos animales hasta se decidieron a asomar sus picudos morros -y con total confianza- para ser alimentados por mayores y niños a pie de calle. Su atrevimiento ha llegado a las puertas de nuestro principal reclamo turístico porque también se han dejado ver a la orilla de la playa en busca de los aceitosos bocatas de atún con aceitunas que los espantados turistas atesoramos en nuestras respectivas bolsas de playa. Así lo contaban en un inocente informativo de un día cualquiera de verano donde las pequeñas noticias del día a día se transforman en culebrón y sus protagonistas toman otros cuerpos poco habituales. En este caso en forma de jabalí.
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Me intereso por los motivos que argumentan esta situación y descubro que son diversos atendiendo al perfil del afectado. Lo que sí parece claro y coincidente es que su extraño devenir es consecuencia -o daño colateral si lo prefieren- del eco postureo irresponsable que permite el desequilibrio entre especies que la naturaleza regula tan sabiamente. Hablando algo más en serio, lo cierto es que el acoso de los jabalíes a la propiedad privada no ha dado tregua este verano y se ha incrementado el número de damnificados. En particular, los agricultores que además de las nefastas consecuencias de la sequía o del pedrisco -en esta tierra la lluvia no sabe llover- han visto como sus cosechas se han destrozado o se han roto sus sistemas de riego por culpa de sus agresiones. Así lo viene alertando el periodista Juan Sanchis en este periódico desde hace semanas. Y tiene mucha razón. Quién sabe si habrá que esperar a que las consecuencias de su presencia masiva sean aún peores para de verdad tomar medidas al respecto. ¿No les parece?
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