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Mi título universitario estuvo 25 años perdido. Una mezcla de olvido, burocracia, distancia y no necesidad durante todo ese tiempo terminó con la llamada de ... una administrativa de la universidad en la que estudié que, tras rastrearme por internet y localizarme a través de mi trabajo, me informó de que tenía dicho título y dónde podía mandármelo. No era su obligación hacer tanta pesquisa, pero lo hizo y le estoy muy agradecido.
Sobre héroes la catástrofe de la dana nos dio muchos ejemplos graves y menudos; aquellos que salvaron vidas arriesgando la suya para rescatar de la riada a otras personas, o aquella marabunta de solidaridad que durante semanas cruzó el nuevo cauce, o llegó de todos los rincones de España, para arrimar el hombro con los vecinos de las localidades afectadas. Personas que ayudaban a otras personas movidos por el espíritu de servicio público que todos, o al menos la mayoría, llevamos dentro. Sí, porque el sentimiento de comunidad es social, no administrativo, lo que no quita que la Administración y la política dejaron un vacío profundo durante esos días.
No es de esta heroicidad extraordinaria en la que quiero detenerme, esa que ansiamos que no vuelva a necesitarse, que hayamos aprendido y hoy, por ejemplo, seamos precavidos y los avisos lleguen a tiempo. Quiero hablar de la primera, de la heroicidad cotidiana, de los héroes anónimos que sin conocerlos están ahora mejorando nuestro bienestar. Vivimos rodeados de personas que piensan en nosotros porque es su responsabilidad, porque miman su trabajo o porque son conscientes de que la comunidad se construye como la suma de los compromisos sociales que cada uno asumimos.
Nos cuesta menos la crítica que la admiración, así que sirva este artículo de contrapeso, por muy ligero que sea, a la ola de insultos y odios que nos arrastra en la actual vida pública y publicada ¡Es tan difícil evitar que las soflamas ajenas acaben siendo nuestros argumentos!
Yo admiro a esos héroes anónimos, me gusta llamarlos así, que ahora mismo están mejorando mi vida sin yo ser consciente y al que nunca conoceré. Pongamos el funcionario que agiliza alguno de mis trámites en el límite de su jornada, el docente que corrige a mis hijos con afán formativo, el investigador que desarrolla el medicamento para una enfermedad futura, qué sé yo, el ingeniero que para la peatonalización de una calle piensa en la sombra de los vecinos. Hay, ya digo, ejemplos graves y otros menudos, pero vivimos rodeados de gente que piensa en nuestro bien, sin darnos cuenta.
Esta idea contrasta con esa tendencia al bienestar como sustituto de la ética, y el mensaje que cobra protagonismo en la psicología, en LinkedIn, en los libros de autoayuda, de que hay que priorizarse a uno mismo siempre para una buena salud mental. Insisto, necesitamos en sociedad buscar la convergencia entre el bienestar y la ética.
Estos valores también se transmiten en la escuela, y no me refiero solo a un sentido solidario desde la emoción, sino valores como la responsabilidad, el propósito y el trabajo bien hecho. Educar en una conciencia social, en la convicción de que lo que hacemos repercute en los otros. La historia nos ha evidenciado que cuando el Estado pretende la exclusiva en estas tareas, la sociedad se vuelve desconfiada.
Admirar la labor de los otros, además, te anima a desear ser uno de ellos, y en definitiva poner en tu foco al beneficiario de tus acciones. En el mercado lo pueden llamar cliente, pero de manera general a todos nos vale el calificativo de prójimo. Cada día, todos podemos ser ese desconocido que le mejora la vida a alguien.
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