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Sobreactuar en la defensa de los grandes conceptos democráticos para, simplemente, llamar gilipollas a alguien, por ejemplo, peca de grandilocuencia. Así, leído del tirón, desconcierta, pero es más habitual de lo que se cree. Porque insultos no son solo las palabras malsonantes. La libertad de ... expresión aspira a mucho más que a la mofa contra el otro. La penúltima discordia, la estampita de las campanadas de La 1.
El límite de la libertad de expresión no lo trazan los ofendidos por el único hecho de expresarlo, aunque esto es consecuencia de la época narcisista y emocional que vivimos. Hay un mundo lleno de equilibrios entre la primacía de la identidad woke y el insulto ofensivo que aportan sentido común -y legalidad- a la delimitación de la libertad de expresión. Ésta no es más que una libertad de ejercicio que permite, sí, que se digan muchas tonterías. Defender la opinión ajena no es compartirla, cabe la posibilidad de que me ofenda y esto sea problema mío.
Mis fronteras las dibujo con tres líneas: el respeto es a la persona y no a la opinión, cuidar las diferencias especialmente protegidas de nacionalidad, raza, sexo, creencias, orientación sexual, etcétera, para evitar la discriminación y no basar la discrepancia en la ofensa gratuita y el insulto. Me parece tremendamente pobre convertir la libertad de expresión en un derecho al insulto. No creo en el insulto, aunque cada uno haga lo que le dé la gana.
No creo porque el insulto deslegitimiza que es la primera condición democrática de la pluralidad. A quien insultas ya no escuchas, y así se achica el espacio común para que solo quepan los tuyos. Le llamas idiota y le quitas la legitimidad de expresión en la que uno se ampara. Ofendes sus creencias, o su identidad, y así cimentas tu verdad que se vuelve inamovible.
El caso es que veo aconsejable educar contra el insulto, ya que en la actualidad política o en las redes sociales nos enseñan lo contrario. La ofensa, por mucho que algunos la interpreten como claridad descarnada, es vacía de argumentos y pone fin a la conversación sincera. En definitiva, lo contrario que se pretende con la formación del espíritu crítico que se basa en la argumentación y el respeto, en el juicio a las palabras y no en el prejuicio sobre las personas.
Educar contra el insulto es formar una libertad de expresión fértil y democrática, rememorar el gran paso que dio la civilización cuando ésta se convirtió en derecho y se le arrebató la exclusividad al Estado. Es advertirnos de los desafíos que amenazan esta libertad, con el matonismo y las bandas digitales que pululan por las redes, a instancias de países, partidos o intereses, y el poder interesado y creciente de las plataformas y la Inteligencia Artificial.
Evitar el insulto es elevar nuestra libertad de expresión. Enseñarles esto a los niños es formar ciudadanos y no futuros militantes. Si lo hacemos, quizás algún día alguien consiga cambiar de opinión, o reconocer que lo que otro dice es más sensato que lo que nosotros afirmamos, en fin, que encontremos que el intercambio de opiniones plurales permite la persuasión y el consenso.
Hay un motivo de oportunidad para afrontar en el aula -y por qué no en casa- este reto: 2025 ha sido declarado el Año Europeo de la Ciudadanía Digital: «El objetivo es crear conciencia y emprender acciones colectivas para promover una ciudadanía digital informada y responsable. Al formar ciudadanos informados y responsables, se ayuda a crear un espacio digital donde el respeto, la diversidad y los valores democráticos están en el centro de las interacciones».
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