Tenía algo de preconciliar la recepción del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a los campeones de la Eurocopa, con los jugadores a sus espaldas durante el parlamento, en contraste con la del rey, que sí les platicó de cara. No fue ésta la polémica, sino ... el frío apretón de manos, sin cruce de miradas, de Carvajal al presidente. La Eurocopa, el fútbol, el deporte en general es profuso en gestos y simbolismos. ¡Y agárrense que estamos de Olimpiadas!
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Es algo lógico en el deporte, donde se maridan emociones y pertenencias, y del mundo actual en el que la expresión y la identidad se sobreponen a la comunicación y el entendimiento. Por eso es posible que una de las alegrías más compartidas que hoy existen, un triunfo deportivo, se vuelva arrojadiza, con interesadas apelaciones a lo patrio, a la diversidad o a la equivalencia ideológica del color, por no decir que llena de estupideces las redes sociales o el Congreso, con eso tan propio del nacionalismo de jugar a falta y pasa al mismo tiempo: tú insulta que si ganas, ganas, y si pierdes te victimiza por lo que también ganas.
No es casual que esta fusión entre expresión y redes sociales encuentre su terreno más fértil en el ámbito deportivo, pero en absoluto significa que sea algo exclusivo de las competiciones. Está notablemente presente en el espacio público, que incluye ya una moda propia de camisetas con mensaje, o los tuits pugilísticos que se intercambian como golpes nuestros parlamentarios. Hay una política que se basa en la mala educación como equivalente a la contundencia y así no saludar al rival, insultar al adversario, enfangar al otro son actitudes aplaudidas por los propios.
Esta época dorada de la antipatía no se queda en el deporte o la política, sino impregna ya lo cotidiano; al fin y al cabo, en esta sociedad narcisista y digital el ego impera, y hablar es más relevante que escuchar. Por eso se ve óptimo manejar la lengua materna desde la militancia y por tanto ser más relevante la lengua con la que me expreso que la que me entienden; es apropiado patrimonializar los insultos que de otros nos agreden en lugar de erradicar las palabras malsonantes para los diversos colectivos; no hay que dejar pasar oportunidades de evidenciar nuestros disgustos que un saludo cordial pudiera enmascarar. Se califica de hipocresía el civismo y la urbanidad.
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Lo cierto es que a los niños no les enseñamos tanta mala baba, al contrario, insistimos en que den las gracias, pidan por favor y, si se tercia, perdón. Les enseñamos modales, a saludar por la mañana y, con los matices domésticos de cada uno, a hablar bien y con consideración a los demás. Con sus formas, si el Congreso fuera una clase de Primaria, ¡la mitad de los diputados terminaría en el despacho del director!
Es una pena, y no solo los políticos, que estemos construyendo una sociedad que amnistía el insulto y me anima a expresar lo que se me ocurra con independencia del tono, el lugar y el público. Que cada cual diga y haga lo que quiera, por supuesto, pero es agotador asistir a que cada rito termine en la originalidad y una boutade.
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La buena educación, la urbanidad y el civismo no son un corsé o un postureo, sino una herramienta necesaria para la convivencia que, recuerden, en uno de los grandes anhelos de vivir en sociedad y objetivo de la democracia. No es un tema menor que podamos aguantar un minuto en el mismo ascensor con el vecino molesto, que el patio no sea la conquista del más fuerte, y que colaboren en el claustro la maestra de las fichas con la de la tablet. La amabilidad y la cortesía nos hacen mejores, que es suficiente motivo para enseñarlas.
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