Cuando uno «atreniza» en Chamartín ahora, serpenteando entre obras, colas y agobios, se da cuenta de que Madrid ya no nos da el mismo servicio, porque su capitalidad no deja de ser una concesión de las provincias por más que intuyamos que nos puedan mirar ... por encima. A pesar de que conecta en AVE con cada esquina de la Península, los valencianos llegamos a una estación destartalada y patas arriba, con la impresión de que nos entran por la puerta del servicio.
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La incomodidad profundiza con su simbolismo en el agravio político. Y en estas fechas de coincidencia triple nos jugamos más que el ánimo: en vísperas de nuestro 9 d'Octubre, el presidente Mazón se encontró con el presidente Sánchez y el acuerdo sobre la doble gobernabilidad catalano-española es dinamita para la nueva financiación autonómica.
Y en esto, en lo de la financiación autonómica condicionada por el calendario de la política y la conveniencia del presidente Sánchez, están los Juegos del Hambre de esta Panem peninsular en la que el Capitolio ya pactó que el ganador será el Distrito rebelde (recuerden, el Distrito 13 en el libro o la película), y que el resto se desplume entre sí.
Con el Día de la Comunitat se reafirma nuestro autogobierno, aunque para mí no es una palabra precisa ya que lo atribuyo a todas las administraciones que me representan por mi voto. No veo que el ayuntamiento o el Congreso sean menos autogobierno que nuestra Generalitat, y acaso circunscribo el concepto a mi comunidad de vecinos dada la costumbre democrática de que gobierne, en algún ejecutivo, quien no he votado. De hecho, esta circunstancia es la más probable para la mayoría de los ciudadanos en un momento en que los colores políticos difieren en la autonomía y el Estado. Por eso la virtud principal de los políticos debería ser la humildad, porque gobiernan por lo común con un voto directo minoritario.
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Panem es el país distópico en el que se desarrolla toda la acción de la Trilogía juvenil. Proviene de la locución latina «pan y circo» (panem et circenses). Mucho más real es el Panem que construye el presidente Sánchez en el que el Gobierno central se asienta sobre el conflicto autonómico. Es el gobierno por descarte, la supervivencia por no haber alternativa posible y, entre tanto, las ventajas y perjuicios que caen a unos u otros territorios.
Es tan disfuncional la disputa, no se me ocurre otra equivalencia para la incoherencia, que los muy nacionalistas, tan escrupulosos con su independencia y sus competencias, se han sumado a Compromís para denunciar ante el Constitucional el modo en que la Generalitat regula el valenciano.
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La educación es el mayor ejemplo de la España de las Autonomías. Si es el mejor o el peor modelo de Administración se lo dejo a su buen juicio. Es un anhelo político de gestionarnos tan diversos como iguales. No hay semana más universalmente valenciana como ésta, la que va de Jaime I a Cristóbal Colón y que, de manera más práctica que ética, nos reconocemos desde lo más cercano, digamos que en el pañuelo con mazapanes de Sant Donís, hasta la conexión lejana y hermana con la comunidad hispanohablante de todo el mundo.
No queremos que la igualdad nos haga uniformes, ni que la diversidad, y menos a cambio de un apoyo parlamentario, nos haga desiguales, que es el camino para ser, como la estación de Chamartín, un destino de segunda. Una cosa es divergir para que cada autonomía decida la mitad del currículo, y otra que el cupo catalán contraiga la financiación que permite mejorar nuestras escuelas.
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