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En las últimas semanas, el presidente Pedro Sánchez ha hecho un par de anuncios educativos de calado, como son una ley que impida el acceso de los menores a la pornografía y un plan de refuerzo en Lengua y Matemáticas en el que se invertirán ... 500 millones de euros para remediar los malos resultados en el Informe PISA. Es decir, una ley mojigata y un discurso academicista que prioriza las instrumentales que a cualquiera traslada a los debates sobre el decreto de Humanidades -de cuando Esperanza Aguirre era ministra de Educación y Ciencias y Letras compartían prestigio- o sobre las troncales de la Lomce de Wert. No, prohibir cosas a los adolescentes o preocuparse por lo instructivo no es exclusivo de la derecha, ni mucho menos, aunque una parte de la izquierda se esfuerce en demostrar lo contrario, empeñada en poner la escuela al servicio de la construcción de una sociedad nueva y no de sus alumnos.
Hay que entender que la pornografía, por su facilidad de acceso, moldea la percepción ética y física sobre la sexualidad de nuestra juventud. Este reto, ya presente, está a punto de dar un salto, como advertía este domingo LAS PROVINCIAS, con el impacto de la Inteligencia Artificial. Como ha sucedido con otros contenidos, desde los informativos con Twitter hasta los audiovisuales con Instagram o Tik Tok, nuestros adolescentes -y los adultos- podrán convertirse en productores de pornografía. Esto significa que se generarán vídeos que podrán incluir desde menores o personajes ficticios -sexo con Legolas o Pocoyó- hasta simulaciones sexualizadas con compañeros de clase o profesorado. Imposible en tan breve texto desarrollar las consecuencias psicológicas y educativas del contraste que genera esta posibilidad digital con una educación sexual basada en la transcendencia, el respeto y el consentimiento.
Para afrontar esta realidad la educación es relevante, pero no basta si no forma parte de un corpus político que incluya leyes, prohibiciones, normas y restricciones; en suma, resolver las dificultades tecnológicas según el mandato de la ley y la ética, que lo digital se ordene como lo físico. Al igual que sobre las discotecas recae que los menores no beban en su establecimiento, los buscadores, webs y redes sociales deben responsabilizarse de qué ponen a disposición de los menores. También los padres que compran dispositivos tempranos en exceso.
Sin embargo, más llamativo ha sido el segundo anuncio del presidente, referido al refuerzo de las instrumentales. No tanto por su pertinencia, que la tiene, sino por el aparente volantazo que supone en una tendencia política que priorizaba los «valores democráticos», las competencias, incluso la felicidad, frente al olvido de lo instructivo. Es tan clásica la propuesta -invertir en desdobles y en atención personalizada- que demuestra que no hacen falta tantos cambios legislativos para reducir las carencias. Es profundamente esencialista: en la escuela se aprende a leer, escribir y contar, y mejorar la escuela es aprender a leer, escribir y contar mejor. Es lo que nos ha recordado el último Informe PISA, que Occidente, España incluida, no puede menospreciar la cicatriz pandémica en lo instructivo. Nuestros adolescentes empeoran en Matemáticas y comprensión lectora y eso condiciona sus expectativas como individuos y como sociedad. No nos equivoquemos, en el futuro que se vislumbra, los valores que triunfen serán los de quienes controlen la tecnología con sus conocimientos. Y esto no nos sucede desde Tuenti. Hasta para controlar el porno habrá que pedir permiso a americanos y asiáticos.
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