Cuando comencé en esto del periodismo educativo, allá por 1997, coleaba una resolución judicial sobre las oposiciones docentes de 1991. Una sentencia obligaba a la Administración educativa a dar plaza a unos opositores donde se habían convertido en funcionarios otros. Un lío morrocotudo, que a ... cada año se hacía más grave y esencialmente más injusto porque seguían fuera quienes habían ganado el tema judicialmente, mientras no debían de estar docentes que ya trabajaban cada curso. Al final de la década, el entonces gobierno del PP solucionaba salomónicamente un nudo laboral heredado de una época socialista. Me acuerdo de esta anécdota ahora que la Conselleria de Educación busca solución al concurso de traslados del curso pasado. Una sentencia ganada por Comisiones Obreras obliga a la Administración a convocar al concurso de traslados todas las vacantes existentes y no guardarlas, como hizo, para el concurso de méritos convocado para la estabilización de los interinos. Fueron 7.555 plazas que ahora deberían ser elegidas en primer lugar por los funcionarios de carrera de entonces y no por los interinos, los cuales, según propone CCOO, podrían concursar para las otras tantas vacantes que los funcionarios liberan al cambiar de puesto. La Conselleria ha pedido al Ministerio, de quien dependen los concursos de traslados, una simulación de cómo quedaría el tema según las diferentes alternativas. Miles de puestos de trabajo docentes pendientes de estas decisiones.
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Medio año después de terminar, quizás inesperadamente, el último Botànic, estas sentencias sirven de epitafio judicial en materia educativa a unos gobiernos autonómicos un pelín torpes con la normativa. La Conselleria de Educación, en estas dos legislaturas, tuvo notables varapalos en los tribunales, una realidad que contrasta con su autopercepción legislativa. Sin ser exhaustivo, los tribunales tumbaron decisiones de calado como los conciertos de Bachillerato ex novo, la exclusión de las becas a los universitarios de la privada, el decreto de plurilingüismo o la no obligatoriedad de los ámbitos en Secundaria son algunas de ellas. No eran normativas menores, al contrario, definían de manera relevante la política educativa de la coalición que gobernaba. Que el último estertor venga de un recurso de CCOO desmonta la teoría de que tal cúmulo de reproches legales se debía a la judicialización de la política o 'lawfare'.
Siempre sorprendió esta acción de gobierno con más sentencias que manifestaciones en contra, porque de aquellos equipos se destacaba que sabían mucho y pisaban el terreno, venían de las aulas. Sin embargo, o precisamente por esto, las normas acabaron técnicamente endebles, por lo que dan a entender tantas sentencias contrarias. Quizás aquella Conselleria sintió el respaldo silente de un sector aliado en el ámbito educativo o quizás endureció su humildad que es un error común en política, y así sin crítica externa ni interna arriesgó con las normas más de lo conveniente. Las contrariedades judiciales, junto con el buen hacer durante la pandemia, son rasgos definitorios de la política educativa de las legislaturas botánicas.
Sirva la lección para la actual Conselleria, si bien ésta, hoy por hoy, recibe más protestas que sentencias. En gran parte, justo por la herencia de este tipo de gestión que obliga a aplicaciones abruptas de normas opuestas, como pasó este verano. Es posible que el PP tenga esto interiorizado, legislar con esmero y máxima pulcritud técnica sabiendo que hay una oposición sectorial que le espera en cada esquina.
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