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En mi artículo del martes -'Mestalla español'- citaba un España-Escocia disputado en el entonces Luis Casanova y me refería al mar de banderitas de ... plástico que llenó las gradas de color. Y apuntaba que lo que aquel día me pareció una magnífica idea luego acabé por aborrecer. Como uno tiene más amigos de los que merece (demasiados para lo poco que los cuido) , Iñaki Zaragüeta me señaló la conveniencia de explicar una frase que tal vez podía ser mal entendida. Porque aunque no estaba en mi intención criticar la feliz exhibición de la bandera de España, podría parecerlo. Y no es eso, no, no es eso. Es una cuestión estética... y también ética. Para empezar contra las banderitas de plástico, las que se reparten en partidos, mítines o manifestaciones y las que cuelgan de las farolas de las calles durante las Fallas y acaban descoloridas, andrajosas, esperando durante semanas, y a veces hasta meses, a que los falleros de la comisión correspondiente se acuerden de retirarlas. Pero es que, en general, no soporto la homogeneidad de las aficiones. Esa grada del Bernabéu en la que todos los hinchas más animosos van de blanco, como un Ejército al que sólo le falta desfilar al paso de la oca. O la afición barcelonista equipada de la misma manera, con la camiseta blaugrana y el 10 de Messi. Me encanta, por el contrario, la diversidad de banderas, la española, la valenciana y la del Valencia, la de bufandas y camisetas, pelucas e incluso disfraces. La final de Sevilla ante el Barça fue modélica en ese sentido, una cabalgata de luz y color en lugar de una parada militar. Cada cosa tiene su sitio, su momento, su liturgia. Envidio a los norteamericanos cuando veo en series y películas como ondean orgullosos las barras y estrellas en los jardines de sus casas -más bien mansiones- en el extrarradio. Precisamente por su valor simbólico, por lo que representa, por las vidas que en su nombre se han perdido, una bandera merece un respeto y un protocolo. Colgar miles de ellas entre las farolas de las calles o airearlas durante un par de horas en un partido de fútbol para a continuación tirarlas por las escaleras o dejarlas olvidadas en los asientos es todo lo contrario de ese ceremonial que exige lo que algunos, despectivamente, tildan de «trapo» pero para otros, la mayoría, es identidad, pertenencia a un colectivo, sentimiento y hasta pasión. Una pasión que si se encauza entre los límites de la racionalidad nunca puede ser motivo de enfrentamiento. No era contra la bandera, querido Iñaki, sino contra una forma de representarla que no me parece la más apropiada. Gracias por tu comentario.
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