La Iglesia que me interesa
Entre tanto análisis sobre el Papa Francisco y quinielas acerca de su posible sucesor, conviene distinguir lo realmente importante de lo que no lo es tanto
La celebración del Domingo de Ramos en el colegio de El Pilar fue multitudinaria, con centenares de fieles. Jóvenes y mayores, familias enteras. Una eucaristía ... sencilla, con la música que aportaban unos scouts. En el patio, para poder acoger más gente. Sin alardes ornamentales. Dos sacerdotes oficiando y un grupo de seglares que ayudan con las lecturas. Punto. La de la vigilia pascual en la parroquia de San Martín, en Pradillo, la Rioja, fue mucho más reducida. Apenas una docena de personas de edad avanzada y mi familia, que rebajó considerablemente la media de los asistentes. Más reducida pero igual de sentida y vivida con intensidad y autenticidad por los presentes. El párroco combinaba la solemnidad que exige la fecha con las necesarias prisas para cumplir con el horario, seguramente porque de Pradillo se tendría que desplazar a otra de las localidades de la comarca del Alto Valle del Iregua. Estamos hablando de unos pueblos pequeños, salvo Torrecilla en Cameros. Pradillo, por ejemplo, cuenta con 64 habitantes censados, casi vacío excepto en fines de semana y fiestas, como Semana Santa, cuando recibe a familias de Logroño o del País Vasco que han restaurado -magníficamente, por cierto- algunas de las espléndidas casas de piedra del casco urbano. Son dos simples anécdotas, dos vivencias recientes que pueden considerarse insignificantes cuando de lo que se está hablando es del sucesor de San Pedro, de la cabeza visible de la Iglesia católica. Sin embargo, entre tanto análisis -más político que religioso, más partidista que eclesiástico- sobre el legado de Francisco y si se ha sido un pontífice revolucionario en las formas y conservador en el fondo, y entre tantas quinielas de cara al cónclave, me quedo con las imágenes de dos comunidades -una muy numerosa, la otra casi residual- que viven con fervor y fe el momento culminante de su devoción, el de la pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Despreciar el valor y el simbolismo del Papa -sea quien sea- sería tan absurdo como negar la trascendencia que para una democracia tiene la elección de un candidato o de otro. No hay más que pensar en cómo ha cambiado el mundo desde que Donald Trump ha regresado a la Casa Blanca. Pero sí que digo que la esencia de la Iglesia, o al menos de la Iglesia que a mí me interesa, no se encuentra en el Vaticano, ni en la Capilla Sixtina que acogerá a los cardenales que votarán al sucesor de Francisco, sino en el patio de El Pilar, en Valencia, o en la parroquia de San Martín, en Pradillo. O en la labor de miles de misioneros que arriesgan su vida por transmitir el mensaje de Jesús.
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