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Entiendo la desazón que debe de estar sintiendo Carlos Mazón. Se le nota en la cara, en el gesto serio, apesadumbrado, desencajado. No porque él ... piense que es el responsable de la mayor parte de las 224 muertes provocadas por la dana (227 si contamos los 3 desaparecidos) sino porque en el imaginario colectivo lo es sin ningún género de duda. A pesar de la Confederación Hidrográfica del Júcar, de su falta de vigilancia sobre el barranco del Poyo, de la inacción del Gobierno central y del lamentable «Si necesita más recursos, que los pida» de Pedro Sánchez. Da igual. La izquierda política, social y mediática maneja mejor estas situaciones y ha conseguido imponer una versión de los hechos. En la que el condimento es fundamental. Las especias, en este caso, hay que buscarlas en El Ventorro. Ahí está la sal y la pimienta del caso. También un morbo cargado de rancio machismo, pero que al ser contra un político de derechas y una periodista que comía con un político de derechas es menos machismo. Como lo de Monedero es menos grave porque es Monedero. O de lo Ábalos-Jéssica, lo de Begoña, lo del hermano, lo del fiscal general... Entiendo, digo, su desazón y hasta su desesperación al verse ante un panorama insospechado, una pesadilla. Una provincia, de la comunidad que gobierna, arrasada, noqueada, una sociedad que se empezaba a levantar y vuelve a verse golpeada por el relato de la tragedia, por las historias personales de las víctimas. Y él, objeto de gritos e insultos en cada acto público, de todo tipo de comentarios, de memes y vídeos elaborados por la IA que nos lo presentan bailando muy divertido al entrar en el Cecopi. Lo dije en su día con Camps y lo reitero ahora con Mazón, lo peor que te puede pasar es que acabes siendo el blanco de los chistes. Objeto de improperios y también de especulaciones. Que si Feijóo le ha dado un ultimátum, que él se resiste a dimitir y amenaza con elecciones, que si Catalá ya calienta en la banda, que si... Pero, repito, lo entiendo, o lo puedo llegar a entender, porque ha sucedido todo de la noche a la mañana. Hasta el 29 de octubre de 2024, Carlos Mazón lo tenía todo a favor. Su gestión marchaba razonablemente bien, con las dificultades propias de una comunidad mal financiada. No había cometido errores de grueso calibre, que en la política de la era TikTok es más apreciado que los aciertos que nunca van a concitar unanimidad. Podía plantar cara a un malo de la película -Sánchez y el Gobierno-, al que achacar carencias e incumplimientos. Y enfrente no tenía a nadie, con un PSPV en manos de una ministra que viaja a la Antártida sin saber dónde está la calle de la Paz y un Compromís que no ha superado el trauma de ver a su líder acusada en los tribunales y fuera de cobertura. Un escenario ideal, un terreno libre de obstáculos. Arañando cada día espacio electoral a Vox. ¿Aguantará la legislatura hasta 2027 o convocará antes las elecciones?, nos preguntábamos pocas semanas antes de la tragedia. Si las encuestas le siguen dando resultados tan favorables no es descartable esta segunda opción, concluimos. Viento a favor, algunas promesas del programa ya cumplidas o en fase de ejecución, vídeos y comparecencias amables de un político risueño al que la vida sonreía. Hasta que de repente... ¡broooooooom!, los cielos descargaron la lluvia de varios años, los cauces y barrancos no pudieron tragar, las cañas se sumaron a la riada y 224 (o 227) valencianos encontraron la muerte. Y en esa hora trágica, la peor en la historia de Valencia desde 1957, Carlos Mazón no estaba donde tenía que estar. Mal asesorado por un equipo en el que ha primado la cercanía geográfica a la excelencia, con una consellera que no dio la talla, sin la información necesaria para intervenir con solvencia, el presidente de la Generalitat no fue consciente de la magnitud del desastre que se cernía sobre la provincia hasta que fue demasiado tarde. En unas horas, todo el trabajo de años, una trayectoria profesional, la ilusión de una vida, todo saltó por los aires. Y sin posibilidad de recomponerlo. Como ese vaso que al caer al suelo se rompe en mil pedazos y no hay pegamento que le devuelva su estado original. Entiendo, en fin, la desesperación, la congoja, la resistencia a aceptar lo inevitable, la lucha interior contra un calificativo inaceptable e injusto, ¡asesino!, con el que se le supone una voluntad de matar y causar daño que evidentemente nunca ha tenido. Lo entiendo todo pero no entiendo nada. No entiendo que llegados a este punto trate de aguantar lo que es inaguantable. Y cuanto más tarde en reconocerlo, peor.
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