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La cita, durante aquellos años felices, la establecimos en el Bar Pilar, el de las clóchinas y los bocadillos, un punto estratégico, a mitad de ... camino entre el Carmen y el Mercado. Tras la cena, nuestra Cena de la Plantà, iniciaríamos un itinerario de fallas recomendables o imprescindibles, con los artistas y sus equipos en plena tarea, ultimando detalles. De la mano del maestro Vicente Lladró Carbonell, el Fallero Mayor de la redacción y líder de la peña, el recorrido permitía conocer las mejores fallas del año, pero también las inesquivables. Las fallas relevantes, las que eran noticia, las que competían o iban a brillar, e incluso las que tenían problemas técnicos e iban a fracasar.
Pero eso vendría después. Antes, había que cenar en el Bar Pilar. El establecimiento todavía no había salido en el New York Times, o donde quiera que saliera recomendado para arrebatárnoslo; de modo que, aunque los clientes ya no pisaban las cáscaras de mejillón largadas al suelo, el bar aún tenía ese toque de inocencia, de punto del planeta sin explorar, que permitía acudir a la ventura a intentar cenar: «¿Tiene mesa, jefe?» «¿Cuántos sois?». «No lo sé todavía: entre doce y dieciocho...» «¿Y por qué no os vais a cenar a casa de vuestra tía...?»
Cenábamos al final. Durante bastantes años conseguimos el reservado y nos sentimos regios, como caballeros y damas en el trono del Camelot de los mejillones: doce, catorce, diecinueve tragaldabas, contando a los niños que se dormían, todos en torno a la gran mesa de mármol. La comanda era democrática a más no poder: «Venga, que tenemos mucha gente esperando: seis enteros y luego bocadillos de calamares para todos». «Y una tortillita para el nene, que se me ha dormido...»
«No hay que hablar de las incidencias de la plantà. Porque ellas son más para gozadas que para relatadas». Lo leo ahora en LAS PROVINCIAS, en la crónica del amanecer fallero de 1928, y pienso que la gracia de la fiesta reside, sí, en un puñadito de ilusiones elementales repetidas de una a otra generación. Era lo que disfrutábamos, de barrio en barrio, guiados por Lladró. Los detalles cambian, pero la emoción de ver nacer o terminar en la madrugada un catafalco fallero, el encanto de la pintura improvisada, la sorpresa de una incidencia, la inocencia de entender una escena... desata un catálogo de sentimientos que estamos compartiendo, en el siglo XXI, con los que vivieron nuestras bisabuelas o nuestros padres en otros tiempos.
Arte improvisado en la calle. Artistas que comparecen ante el pueblo con sus recursos de magia. «Las fallas de San José son nuestro retrato más exacto. Levantar en una noche palacios encantados, castillos de leyenda, obras artísticas que por su belleza asombran a los forasteros que las contemplan, y al día siguiente prenderles fuego...» Lo leo ahora, escrito por Celso, en la portada del día de los Pepes de 1929, y pienso que ya nos podemos esforzar, Tito, porque da igual: todo lo que se nos ocurra escribir ya ha sido escrito.
«El trabajo de constancia se hizo para otras regiones españolas. Nosotros somos la improvisación, incapaces de trabajar en una obra años; para hacerla, la hemos de realizar en la última noche, cuando finaliza el plazo que nos han dado para su terminación; y a pesar de ello, nuestra producción no desmerecerá exteriormente de la obra calculada que otros hombres, que no sintieron la influencia del sol valentino, hicieron poco a poco...» Este Celso -Llorente Falcó- quizá es el que años antes se quejaba de los petardos, pero en 1929 forjó la leyenda, vistió a los 'ninots' con una filosofía valenciana elemental.
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