Al director y guionista Billy Wilder (1906-2002) le gustaba contar la maliciosa historia que voy a rememorar ahora. En cada ocasión lo hacía de un modo diferente, cambiando el nombre principal del relato y de la ciudad y el momento en el que ... discurre. La primera vez fue en su país natal, Austria, en el año 1926. Lo hizo en un artículo periodístico. La segunda en Francia, en los años treinta y durante una entrevista radiofónica. Y la tercera en Hollywood, ya en la década de los ochenta, en declaraciones chispeantes a uno de sus biógrafos (Hellmuth Karasek, 1934-2015).
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El personaje balsámico al que hacen referencia los protagonistas de la anécdota (a la que podemos otorgar el rango de categoría) se llama Grock, tanto en la primera como en la segunda versión del cáustico Wilder. En la tercera, su nombre es Deburau. El relato discurría siempre en Zurich. En esta nueva versión la hemos adaptado al tiempo actual. En nuestra aportación proponemos que la historia sucede en una ciudad española. En Madrid, por ejemplo. A la figura central le damos en esta ocasión el nombre del Gran Alberto.
Una advertencia antes de empezar. Algunos lectores, tal vez escasamente interesados en la narración de Billy Wilder, tengan la tentación de pasar a otra página. Les aviso de que el relato que inicio inmediatamente es muy breve y que sus dos últimas palabras le otorgan un inesperado sentido a la historia. Lo repito: atención a las dos últimas palabras. El final lo aclara todo.
Un hombre de mediana edad acude en Madrid a la consulta de un prestigioso psicoanalista. Quizá encuentre él la terapia adecuada para sus males. Lleno de pesadumbre y tumbado en un sofá -los pacientes se sinceran más cuando están acostados en un sofá- el hombre exclama: «¡Doctor, tiene que ayudarme! Estoy absolutamente descontento con la vida, con el mundo y con mi manera de ser. Me siento tan desconsolado que sólo sé una cosa: estoy a punto de suicidarme, todos los días tengo tentaciones en ese sentido, además padezco de pánico social y político».
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El psicoanalista le describe con firmeza los aspectos más brillantes de la vida. «Mire la realidad con ojos positivos. Se levanta usted por la mañana, a lo lejos brillan las montañas, los pájaros cantan, en el desayuno tomará panecillos crujientes, buena mermelada, café y un zumo de naranja recién exprimido. Estoy seguro de que usted tiene buenos amigos... Le recomiendo que vaya al teatro a ver al Gran Alberto, que siempre dice cosas estimulantes, optimistas y valiosas. ¡El célebre y regenerador Gran Alberto le hará mucho bien con sus vitales monólogos! Es una persona que eleva la moral de todos quienes le escuchan», asegura con entereza el doctor.
El ciudadano con insistentes tentaciones suicidas mueve la cabeza en sentido negativo. «No, no puedo ir a ver al Gran Alberto». El psicoanalista insiste con una acogedora sonrisa profesional: «Vaya, le hará muchísimo bien, con el Gran Alberto descubrirá facetas nuevas de la existencia, conocerá la realidad desde un lado solidario y saldrá del teatro reconfortado». El caballero deprimido insiste: «Doctor, no puedo ir al teatro para ver y escuchar al Gran Alberto». «¿Por qué no? Hágame caso, vaya, no sea terco».
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«Doctor, le aseguro que no puedo ir a ver y escuchar al Gran Alberto», afirma el varón atribulado, «¡porque yo soy el Gran Alberto!».
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