Resulta imposible no sentir el zarpazo de los escalofríos roturar el espinazo al leer los mensajes póstumos de los que murieron sepultados por la furia ... del agua y el lodo. Estremece. Permaneces cabizbajo y cariseco, cavilas acerca de la muerte y entiendes el dolor de los familiares de las víctimas. Nadie merece morir de una manera tan absurda por culpa de una catástrofe, desde luego, pero también por toda la infinita incompetencia que rodeó la hecatombe.

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Los jefes no están sólo para recibir el peloteo de los subalternos, para retratarse cuando inauguran un tinglado preñado de fulgor, para recolectar las mieles de sus entregados militantes en los trances electorales. Los verdaderos jefes lideran con brío cuando el peligro acecha, toman decisiones que no siempre agradan a todos, capitanean desde la primera línea el desenlace de una grave crisis y pisan la trinchera para observar el semblante del enemigo. Ser jefe no es fácil. Sin embargo, los jefes de ahora, en realidad jefecillos de medio pelo y angosta mirada, de egoísmo recalcitrante y breve cultura, creían que ser jefe no era sino el éxito de sus carreras políticas, basadas en general en la obediencia ciega al de arriba. Por eso, cuando el viento sopla a la contra, descubrimos su miserias, sus carencias, sus trolas, sus defensas patéticas. Cuando la alerta advirtió, de aquella manera, del desaguisado, la mayor parte de las víctimas ya había fallecido. Hay algo siniestro en este detalle que nos golpea con saña. La tardía alerta como símbolo de la inutilidad de los jefes desbordados. A buenas horas, la alerta. Entiende uno que Mazón se agarre a la poltrona, pero nada hay de deshonroso en presentar la dimisión, al contrario. Se dimite por dignidad y para asumir las responsabilidades, ya está. Mazón debe dimitir, sí. Y también varios ministros. Y el propio Pedro Sánchez.

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