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La gran suerte de los de mi generación es que, por una vez, casi de manera excepcional, no conocimos ni el horror de la guerra ... ni los terribles rigores de la posguerra. Nuestros abuelos, cuando observaban que abandonábamos algo caprichosos una parte de la pitanza, lanzaban ese lamento que nos sonaba muy rancio, lo de «cómo se nota que no habéis conocido la guerra». Ni ganas tampoco, aunque algunos compañeros insinúan con cierto romanticismo idiota que sólo una guerra nos coloca en nuestro sitio. En ese caso prefiero que no nos coloquen en nuestro sitio, gracias.Reverbera una extraña tamborrada guerrera y algunos servicios secretos (el alemán, por ejemplo), aseguran que Putin, tras zamparse a Ucrania, continuará con su expansión. Por lo tanto, más temprano que tarde, recuperaremos las tempestades de acero glosadas por Ernst Jünger. Estas predicciones resultan un tantoapocalípticas, y algunos gobiernos (el
francés, por ejemplo), ya recomiendan pergeñar una mochila de supervivencia con latas de fabada, una navaja multiusos, la dichosa linterna, una cuquimanta térmica, el botiquín de la tiritas y varios botellines de agua. Apuntan que ahí amarramos la utillería básica para la supervivencia de las primeras 72 horas. Este consejo tampoco contribuye a generar tranquilidad. Por si acaso, soy favorable al rearme. Y, lo mejor de todo, la palabra «rearme» no me provoca ningún sarpullido. Los creadores de eufemismos como «soluciones habitacionales» prefieren hablar de seguridad en vez de rearme. Quizá pretenden mandar, si estalla el conflicto, a media docena de vigilantes de seguridad de un polígono donde se plantifican discotecas golfas, verdaderos
«seguratas» anabolizados luciendo cuello de toro, al frente. Harían un gran papel, no lo dudo, que son gente recia, pero por si las moscas, mejoremos nuestro ejército sin complejos.
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