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Me encanta, aunque no para mí morada, claro, la estética de la morisma del petrodólar urdida a base de lámparas enormes, sofás paquidérmicos, salones suntuosos ... con mucho mármol y con ese tufillo como a lupanar de altísimo copete y, sobre todo, con el fulgor multipresente del brillibrilli. Por encima de todo valoro la querencia que demuestran hacia el brillibrilli y hacia el oro en las griferías y en otras zonas. Me resulta entrañable esa afición que proyectan tan alejada de nuestro amuermado minimalismo norteño. Coño, que se note que tienen pasta gansa, claro que sí.
El humilde avioncito que le han regalado a Donald Trump responde a su canon favorito, curiosamente muy similar al que luce el blondo de tez anaranjada si nos fijamos en la decoración que preside su Torre Trump. Dios los cría y Alá los junta en este gran bazar de las vanidades que es nuestro planeta. Ignoro si, una vez finalizado su mandato, Trump se quedará el bicho volador, todo espectacular brillibrilli alado él, o permanecerá en los hangares propiedad del gobierno. Parece que será lo último, pero nunca se sabe si, al final, Trump entonará el «santa Rita santa Rita, lo que se da ya no se quita». Veremos. En cualquier caso caso, ese lujoso, estrepitoso y espasmódico avión nos recuerda el rutilante poderío y la generosidad de los señores de la chilaba de seda, y uno, ante semejantes alardes, ante tales excesos, no sabe cómo reaccionar. Me quedo apabullado. Ahora bien, sospecho que, si alguien hubiese disfrutado como un bellaco a bordo de ese trasto apoteósico, ese hubiese sido nuestro Pedro Sánchez. La verdad es que la flota de aviones que usan nuestros gerifaltes es un tanto casposa y ofrecemos una imagen algo cutre por esos mundos. El famoso Falcon no es sino mera bagatela aérea. Sánchez, con el avionaco brillibrilli, hubiese fardado barbaridades. Una lástima.
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