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Cuando cae la noche y caminas con las manos incrustadas en los bolsillos, por la pose cinematográfica y por el frío, siempre alegra descubrir el titilar de esa cruz verde de las farmacias. Las boticas representan ese progreso que repara a base de tiritas, aspirinas ... y otros remedios las heridas del barrio. Porque el barrio es eso, una farmacia, los bares, el estanco, la mercería, la floristería, el horno, el supermercado, el frutero paquistaní, el kiosco, la peluquería... Esos negocios forman el entramado fundamental que anima nuestras osamentas. Son la sangre que irriga el asfalto y anima nuestro espíritu. Desde sus escaparates se proyecta la luz, simbólica o real, que ilumina cada jornada.
Soy carne de barrio y cuando salgo de sus fronteras me siento algo perdido, confundido, despistado como ese turista japonés buscando a la desesperada un tablao flamenco. «Tú nunca sales de tu barrio, siempre quieres quedar ahí, a la vera de tu casa...», me dicen bastantes amigos con tono de reproche. Y tienen razón, sólo que a uno le parece normal. ¿Y para qué visitar otras zonas? El barrio, si se muestra completo y pletórico de comercios, te traslada hacia lo universal. Y el universo entero yace a mi disposición en mi barrio, ¿qué más puedo pedir? Pedir más sería vicio, y eso no. Por desgracia, los recientes barrios de nuestra ciudad carecen de servicios básicos. En estas mismas páginas el habitante de una nueva zona confesaba que, para comprar el pan o algún medicamento, emprendía una expedición homérica. Entendí su tristeza. No se trata tanto de aventurarse hacia otros territorios, sino de lamentar las carencias pues no existen los escaparates que reparten el necesario fulgor cerca de su vivienda. Ojalá lleguen pronto los brotes verdes y puedan gozar de la efervescencia que debería de acompañar todos los barrios. El barrio es vida.
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