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Me aferro al pasado pero no sé muy bien el motivo de esta querencia, más allá de la simple manía. A lo mejor, conforme cumplo ... años, muto en una especie de ser adherido hacia las antiguallas, o sea enganchado a los vinilos, al papel de los libros, a cualquier trasto viejo. La calle de la Paz me encanta porque destila el perfume antañón de las fachadas que superan los cien años. Además, hecho extraño, casi extraordinario, creo que ningún edificio de los sesenta rompe la armonía de ese tramo, que ya es difícil pues muchas de nuestras arterías lucen esas terribles cagadas que destrozan la sincronía. Qué daño nos hicieron, en los sesenta y en los setenta, algunas construcciones saturadas de una ramplonería que nunca podremos borrar.
En cambio, las modernas avenidas de Francia o de Les Corts, tan anchas, jalonadas por edificios con pinta de mazacote caído del cielo, me sumen en una suerte de triste perplejidad porque se me antojan demasiado asépticas. Me resultan frías, andinas, exentas de alma, y la ciudad es un ente en cierto modo vivo, con sus edificios que palpitan, gimen, se quejan, se rompen, se levantan, en fin. Leí aquí mismo que la moda actual consiste en fabricar moles blancas. Se supone que, además de otras ventajas, el blanco refresca cuando los calores. Será verdad, pero igual los nuevos barrios, con tanta blancura, se asemejaran a complejos sanitarios. Cuando observo una fachada blanca, blanquísima, reluciente, imagino que por un peculiar birlibirloque he aterrizado frente a un hospital. Todo lo que se construya hoy permanecerá, quizá, durante siglos, de ahí que preferiría algo más de estilo. Tanto blanco proyecta un toque a ciencia ficción de baratillo. Y lo que se pone de moda queda rápido orillado en el baúl de los recuerdos que nos traslada hacia lo rancio. Los edificios molan cuando segregan personalidad propia.
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