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Cuando los telefonillos celulares no existían y, por lo tanto, no habían mutado en prolongación de nuestra mano, solía estallar un pequeño drama familiar a ... la vera de ese teléfono fijo encajado en el pasillo pues así yacía en la tierra de nadie del hogar familiar. A su lado, remoloneaba una libreta cutre de anillas agusanadas dispuesta para apuntar recados variados. Y justo ahí, libres o arracimados en un cuenco, se plantificaban unos cuantos bolígrafos. ¿Estamos de acuerdo, no? Pues la tormenta explotaba cuando necesitabas anotar algo y nunca, pero nunca, funcionaba ese ramillete de bolígrafos. Probabas uno, luego otro, y luego otro y, al final, soltabas un alarido rabioso y buscabas el boli en otra parte.
Los bolígrafos, o los mecheros baratos, son objetos que se pierden y pasan de mano en mano cuando los olvidas en la mesa de trabajo o en la barra de un bar. Hay un flujo invisible y secreto, pero fértil, que los traslada de un lado a otro como por arte de magia. Hace años que no compro bolis ni mecheros. No los robo, simplemente agarro los que están huérfanos, tristes y solos. Los adopto desde el cariño. Parece ser que, David el 'hermanísimo' quiebra esta maligna regla porque fue capaz de guardar, según apuntan las sospechas de la juez, el mismo boli durante varios años para así firmar los balances que vindican su curro. Pues yo sí le creo. Sin duda David, en su condición de músico, es hombre aseado y diligente, así pues, guardaba con esmero ese boli, acaso un viejo souvenir o el regalo de un ser querido. Al fin y al cabo, lo que usa un director de orquesta es la batuta, y ahí seguro que las desgastaba barbaridades y las reponía cada mes. Claro que, si me equivoco y recurrieron a la triquiñuela, les ha quedado en verdad un tanto chapucera. Para generar una estupenda trampa, lo mínimo era utilizar varios bolis.
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