Algunas personas, de vez en cuando, te caen mal al instante. Se te atraviesan con tan sólo el primer golpe. Esto es sin duda injusto, pero, qué le vamos a hacer, el mundo es injusto en numerosas ocasiones y tampoco lloramos todas las mañanas por ... eso. Me lo presentaron, chocaron nuestras manos en ese breve saludo y sentí malas vibraciones. Pero creo que acerté. Se trataba de un empresario encantado de conocerse a sí mismo. Por lo que contaba, adoptaba con sus empleados la línea dura y el verbo trumpista. Creo que se equivocaba porque generar un entorno laboral amable favorece, aseguran los expertos, la productividad. Pero allá él. Me sorprendió su desprecio hacia la cultura y su excesivo amor hacia el dinero. Era uno de esos tipos que sueltan con orgullo lo de «yo jamás he leído un libro». En fin.

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Pero, de entre toda la farfolla que expulsaba por su boca, comentó algo que mereció mi atención. Según él, cuando necesitaba a un capataz cruel, terrible, implacable con sus trabajadores, ascendía a ese puesto a un sindicalista peleón. Aseguraba este empresario que eran los mejores y los más salvajes a la hora de reprimir a la gente. Me pareció un truco sucio, pero eficaz. Ciertos sujetos, cuando les concedes los galones, se vienen muy arriba y abrazan el lado oscuro. He recordado aquel episodio ahora que los camareros de la taberna 'Garibaldi', uno de cuyos propietarios es Pablo Iglesias, apuntan lo deprimente de sus condiciones laborales, apuntaladas en «salarios bajos y turnos abusivos». Existe, pues, un zurderío que jamás predica con el ejemplo. Aunque de qué nos extrañamos cuando esto viene de un revolucionario que prometió no salir de su pisete de Vallecas pero que acabó morando en un jugoso casoplón. Intuyo que, cuando pagas nóminas y los impuestos te acribillan, igual las feroces chácharas buenistas se desmoronan.

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