Observo un no sé qué siniestro cuando, ante cualquier crisis, aparecen voces fingiendo optimismo desmesurado mientras entonan ese «se abren nuevas oportunidades». Vale, puede ser, ... pero esas nuevas puertas o ventanas que se abren hay que traspasarlas, con lo cual se inicia un proceso que nunca destaca por su rapidez y, desde luego, destilan un final incierto. Quizá se consigan nuevas oportunidades, o quizá no. En cualquier caso, las que ya teníamos amarradas, se esfuman, y eso duele.
Cuando falleces, el de la funeraria se topa con una gran oportunidad. Y cuando el miedo nos ataca, de nuevo, los constructores especializados en búnkeres aumentan su facturación. Alguien me contó que, en Suiza, casi todas o todas las viviendas cuentan con su búnker. El jardincillo donde revolotea risueña Heidi, el despacho donde un barbudo que parece el abuelo de esa misma Heidi fabrica relojes de cuco, el confortable salón donde hiberna, tras un bello cuadro de ciervos cruzando el río, la caja fuerte y, en el sótano, el búnker por si las moscardas radioactivas. Los búnkeres domésticos disfrutaron de su momento de esplendor cuando la guerra fría. Ponga un búnker en su vida. Aquello se olvidó, hasta que nos empitonó la tamborrada espesa acerca de la tercera guerra mundial, arrebato casi sepultado por aquello de la urgencia de nuestras existencias, porque ahora hemos descubierto que la guerra comercial de los aranceles también jode bastante y de esta no nos libra el sofisticado refugio contra las bombas (escribo «refugio sofisticado» para no repetir «búnkeres», que conste, espero que lo valoren). A no ser que lo utilizase para guardar botellas de vino e instalar una mesa de billar, no querría un búnker que me salvase de la masacre total. ¿Y qué hago ahí fuera sólo o con cuatro supervivientes bunkerizados que igual son unos pelmas paranoicos?
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