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Quizá sea el monumental ensayo de Max Hastings, «La guerra de Vietnam», la obra definitiva, de momento, que luego siempre se publicarán otras con el ... transcurso de los años, para descubrir qué sucedió allí durante los años de plomo y napalm. Señala el autor en este libro algo en lo que nunca había caído, acaso por lo evidente. Las atrocidades de los yanquis, en efecto, quedaron retratadas perfectamente gracias a la prensa libre y a las cámaras de las televisiones que trasladaban a la opinión pública el horror de la guerra.
Lo bueno de las democracias viene gracias al contrapoder de los periodistas que informan sin la esclavitud de la censura. Otra de las ventajas es que la gente puede manifestarse en las calles para expresar su repulsa. Esto sucedía en los USA, de ahí que perdiesen la guerra de la propaganda desde el primer minuto. En cambio, en el bando de los comunistas, esto no era posible. La férrea censura impedía ventilar sus miserias y las crueldades que ejercieron sañudos contra los propios paisanos que no comulgaban con la implacable fe de la hoz y el martillo. Así pues, ocultaron las escabechinas cometidas, que fueron muchas, muchísimas. Y las fechorías por parte de los chicos de Ho Chi Minh superaron ampliamente las de los norteamericanos. En los USA elaboraron películas inolvidables («Apocalipse now», «El regreso»), donde efectuaban feroz autocrítica. En el bando bermellón sometido a una terrible dictadura, no. Le parece bien a uno que nuestro presidente viaje en busca de negocios, ya sea a China, a la Conchinchina, a Tailandia, a Guatemala o a Vietnam. Lo que me resulta inquietante es su doble moral; esto es, por un lado se muestra muy bravo y farruco contra Franco, pero por otro rinde sentido y genuflexo homenaje ante un dictador mucho más sangriento como Ho Chi Minh. Ni tanto ni tan calvo, que se dice.
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