El cambio explotó en tan sólo una generación. No me refiero a los chismes de tecnología punta, sino a ciertas costumbres que hemos asumido en ... el nombre de la comodidad, lo cual está muy bien. Yo jamás vi a mis padres vestidos con ropa casera, es decir, con esas prendas viejas que nos enfundamos al llegar al hogar cuando sabemos que ya no vamos a salir. Pregunté a la gente de mi entorno, y nadie de los que orbita en la franja de mi edad observó a sus progenitores con chándal doméstico, con pijama de fortuna, con vestimenta algo zarrapastrosa pero la mar de confortable. Un amigo incluso aseguró: «Mi padre llevaba la corbata desde que se levantaba hasta que se acostaba.» Su padre era médico rural. Un respeto, pues.

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A esa clase de ropajes los denomino como 'ropa pollosa' y, en efecto, hay algo entre trascendental y casi mágico cuando, en la intimidad de nuestra covacha, nos enfundamos esas telas que de tan viejas nos encantan. Despojarte de la ropa de 'faena' para abrazar la que sólo utilizas cuando nadie descubre tus rincones oscuros supone un antes y un después que delimita la jornada entre lo público y lo clandestino, y de ese proceso mana cierta importancia. Sumergirte en la 'ropa pollosa' supone desconectar, descansar, arrojar al cubo de la basura los marrones que jalonan nuestra existencia. Encuentras paz mental en ese proceso. Además, se ha instalado de una manera tan poderosa en nuestras vidas esa costumbre que, si alguien te llama para salir, cuando le murmuras algo contrariado lo de «yo te acompañaría, pero hace cinco minutos que me he cambiado y voy con la ropa casera...», el otro deja de insistir. Frente a una excusa tan cierta, se rinden, y el otro comprende que portas un escudo invulnerable y que nadie te moverá de tu morada. Eso sí, llego yo a ver de chaval a mi padre vestido a la virulé y me da un infarto.

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