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Desde hace un tiempo encontramos en las series o en las películas una estampa que, de tan popular, ni le prestamos atención. El protagonista, sea ... una mujer o un hombre, no importa, llega a su hogar tras la jornada laboral. Deja las llaves, pone cara de «uf, por fin», se quita el calzado y... se sirve una copa de vino tinto o blanco allá en un vaso abombado de diseño delicado para cumplir con el canon. Entonces, copa en ristre, atraviesa sin rumbo la morada, acaso acaricia al mimoso gato y se apalanca relajado frente a un ordenador portátil para piponear el correo y distraerse. Y siempre acarreando esa copa de vino ya convertida en prolongación natural de su mano.
Ignoro si esta corriente obedeció a ciertas campañas camufladas de publicidad o si fructificó gracias al alarde de un guionista amante del vino, del que luego se copiaron casi todos, pero el caso es que este culto al vino en los EE.UU, por así decirlo, le vino muy bien a los caldos europeos. En el robusto mercado yanqui pimplar selecto zumo de uva representó el triunfo de la sofisticación, del sosiego que solo se consigue intramuros. Conste que a uno, la dichosa escenita del o la protagonista agarrado a la copa de vino me cargaba por pretenciosa. Y dale. Y qué pelmas, qué ansias por asociarse a un modo de vida alejado de los 'cowboys' para demostrar que no todos son unos catetos con el Colt colgando desde el cinto. Pero entendí que esa exposición vinícola ayudaba nuestras arcas (un verdadero protagonista en una historia ambientada en Nueva York bebe vino europeo, faltaría más), lo cual es bueno. Si al final el castigo arancelario de Trump, un tipo demasiado hiperactivo, se cumple contra nuestros vinos, no sabe uno qué bebida lucirán los actores para fingir elevada posición social y gustos exquisitos. Con cazalla no los veo y, además, también estaría penalizada.
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