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Corrían los primeros ochenta, lo recuerdo bien, y algunos sabios especialistas en expeler raciones de miedo para acollonar al personal aseguraban que, alcanzado el dos ... mil, no quedaría petróleo y la humanidad colapsaría. Siempre los agoreros y su pesimismo rampante para mantenernos aturullados. Qué pelmas. No pensaron, estos cráneos privilegiados, en los avances tecnológicos que permitirían encontrar nuevas y grasientas bolsas de crudo, y también en que esos avances facilitarían la perforación y la extracción. Hay petróleo para más de un siglo, como mínimo. Erraron, como de costumbre.
Hasta no hace mucho, las mayorías de los conflictos, y algunos de ellos desembocaban en guerras, venían por el control del oro negro. El que dominase esa sopa alquitranosa llevaría las riendas del cotarro. Esto, evidentemente, no ha desaparecido, pero ahora la madre del cordero viene con los preciados minerales de nombre como de mala novela de ciencia ficción que yacen en las entrañas de lo que se denomina «tierras raras». Tras la guerra de Ucrania estalla la codicia hacia esos minerales necesarios para la alta tecnología que forjará el nuevo orden. China aventaja al resto, pero EE UU y Rusia pretenden conseguir su parte. En Europa, como siempre, hemos sesteado bajo la dulce anestesia de nuestra opulencia, de nuestro confort, de nuestras 'chaises longues' sobre las cuales nos desparramamos para observar ociosos las series tontas del momento. Van a repartirse Ucrania entre ese par de monstruos chabacanos que son Trump y Putin, pero no por el tradicional grano de aquel país, sino por los minerales de ringorrango. Lo que para Ucrania hubiese sido una bendición harto rentable, se ha convertido en una pesadilla, en una maldición. Los peces grandes devorarán al chico. Y, en este caso, sólo por dignidad, hay que defender al vapuleado 'pezqueñín'.
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