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Permanece uno desconcertado ante unas Fallas más remojadas de lo que desearíamos, pero en fin, la fiesta sigue, aunque con las eternas preguntas sobre si ... la mascletá sigue o la suspenden. La fiesta, como el 'chou', siempre debe de continuar, sólo que tantas jornadas tontorronas pasan su factura y anhelamos el sol, ese sol brillante que otros años pemitía lucir incluso la manga corta. Los frioleros preferimos un poco, sólo un poquito, de calentamiento, por lo menos cuando nuestra semana grande.
Con un ojo miro el cielo, con el otro las noticias, y así descubro que el sarampión, ese recuerdo imborrable de nuestra infancia que creíamos desaparecido, regresa con cierta fuerza a Europa y los datos de los últimos veinticinco años superan lo esperado. Nada desaparece y todo se transforma, que pronunció el clásico. Lo que parecía erradicado regresa, pues, con notable brío. La generación de los hijos de mis amigos, imagino, vamos, que no me suena, no conocieron el febril abrazo del sarampión. Nosotros, sí. Era un trámite, una fase, una etapa, incluso una medalla para lucir en el patio mientras mascullabas lo de «yo ya he pasado el sarampión» como si te hubieses librado de una ofensiva de los 'charlis' en la jungla vietnamita. Conservo gratos momentos de mi sarampión incrustados en la memoria... Ah, qué tiempos. Y qué delicia. Una semana como mínimo recibiendo mimos, sopitas calientes, besos maternos sobre la frente, caprichos. Mi padre me compró una docena de álbumes, ¡a todo color!, de 'El capitán Trueno'. Los leí y releí varias veces. No me obligaban a realizar los tristes deberes ni a vestirme. Como fui un chaval de mentalidad viejuna, mi sarampión supuso una época inolvidable que yace en la limpia añoranza. Y además me enamoré de la blonda Sigrid, la novia del señor Trueno que moraba en la isla de Thule. ¿Qué más podía pedir?
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