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Será la pompa, el boato, la suntuosidad que destila la carroza como de Cenicienta pasada de tripi, yo qué sé. Ignoro el motivo, pero a ... una importante porción del personal le hipnotizan los fastos de la coronación de Carlos III y esto me confunde. Se supone que somos un país de aspiraciones monárquicas más bien menguadas, pero acaso el papanatismo nos lleva a salivar de la pura admiración cuando algo acontece allende nuestras fronteras. Si estos movidones brotasen aquí, nunca lo toleraríamos, nos lanzaríamos a la calle para levantar rebeldes barricadas, pero como sucede allí, permanecemos anestesiados frente al televisor.
Nuestro medios de comunicación se han volcado y la sobredosis de información ha provocado que fuese huyendo del inmenso paripé, de ese fulgor que mana del exceso de joyas y joyones, de ese desparrame barroco, estirado, envarado, anclado en unos rituales que me dejan perplejo. Ni me interesa Carlos III ni su coronación. Tampoco me inspiraba la vida de su madre, mujer muy apreciada, parece ser, porque jamás se le escapó una opinión propia. Su éxito se basó en el silencio. Cuando callas y mantienes la distancia adoptando pose hierática resulta imposible meter la pata. No pretendo que el prójimo coincida conmigo, pero no comprendo esta sumisión hacia el bullicio de la corona británica. ¿Y qué nos importa? ¿En qué afectará nuestra vida o el devenir de nuestro país? Supongo que la gente observa la coronación como quien asiste a una superproducción en directo. Imagino que todavía yace en nuestro interior un plebeyo pelotillero que alucina y vibra con el lujo ajeno saturado de quincalla rancia y de pacotilla como de linaje vetusto. Nos ofrecen distracciones de cuento infantil y las tragamos gozosos para escapar de nuestras rutinas. Pues sigo sin entenderlo. Pero menos mal que la
carnavalada ha finalizado. Uf.
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