Karla y el perdón

Discutir supone un desgaste terrible, una erosión neuronal evidente, una perdida de saliva irreparable. Por supuesto a mí también me complace sobremanera que me den la razón cabeceando como perretes amaestrados. Pero cuando choco contra alguien que muestra un talante bárbaro propio de un guerrero de Atila, entonces soy yo el que le da la razón y así concluye la trifulca. ¿Para qué perder el tiempo con melones atrapados en el légamo de su soberbia sectaria? La vida es demasiado corta y conviene evitar disgustos.

Quizá me he levantado blandito, modosito, buenecito, incluso beatito. Pero el caso es que observar tanto zafarrancho de combate a mi alrededor me produce una fatiga inmensa. Frente a las broncas que nos avasallan, prefiero (al menos hoy, que encaro el día blandengue, insisto; mañana ya veremos...) el perdón. Observemos el asunto de Karla Sofía Garcón y sus repugnantes mensajes en las redes. Vale, son un asco, pero también ofende comprobar el modo en el que la han abandonado absolutamente todos, en especial los que la admiraban hace un par de días. La han dejado sola como si fuese una apestada o una leprosa de la Edad Media con capucha y campanilla. Esta clase de linchamientos me resultan abyectos. Qué tal si, para variar, nos perdonamos los unos a los otros y nos respetamos empleando aterciopelada educación. Es difícil, lo sé, pero con tanta batalla diaria todos acabamos rendidos, cautivos y desarmados.