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El señor Heusgen, presidente de la Conferencia de Seguridad en Múnich, lloró al final de su discurso, concretamente al nombrar a Zelenski. La emoción traspasó ... su osamenta y demostró una sensibilidad a flor de piel que, a su vez, conmovió al auditorio pues de inmediato rompió en un aplauso cerrado. En Europa, bueno, y en el mundo, los grandes líderes aplaudieron en pie las merluzadas pronunciadas por Greta Thunberg, sólo que Greta no lloraba, más bien les reñía desde la ignorancia, el ruido y la furia.
Si el señor Heusgen muestra disposición hacia las lágrimas, me parece estupendo, pero que llore en su casa, no en un acto público en el que, además, conviene demostrar energía y contundencia. No es momento de lloriqueo, ni de gimoteo, sino de tomar decisiones rápidas para expresar cierto enfado y para vindicar que todavía, ay, somos algo más que un museo plagado de obras de arte. Derraman lágrimas los concursantes de 'La isla de las tentaciones' (insuperable la reloca carrera sobre la arena de Montoya) cuando sienten que crece la cornamenta sobre sus testas, y los niños que reciben la reprimenda de los padres cuando les pillan una travesura, y los autónomos cuando sienten el hachazo de los impuestos sobre sus carteras descascarilladas, y el aficionado futbolero cuando observa que su equipo se arrastra como una babosa, y el escritor aficionado cuando confirma que todas las editoriales del mundo a las que ha llamado a la puerta rechazan su obra. Aquí se llora, yo también, faltaría más, pero si nuestros gerifaltes optan por el camino acuoso en un momento tan importante, justo cuando las reglas del juego cambian, mejor buscar a otros mandamases capaces de afrontar la situación con el brío que precisamos. Y dale con llorar. Coño, nuestros padres nunca lloraban salvo cuando perdieron a familiares directos. Tomemos ese ejemplo.
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