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No sé qué me produce un mayor miedo, si recordar los fustazos de cuándo estalló la pandemia o pensar que ya han transcurrido cinco años. ¿ ... Un lustro? ¿En serio el tiempo vuela con esa endiablada rapidez? Salvo por los paisanos que padecen el coronavirus de forma persistente, lo cual les ha empeorado notablemente la vida, el resto andamos por ahí tan panchos y se diría que aquella tragedia permanece en nuestra memoria como un película apocalíptica que nos tocó soportar con cierto pasmo. En el fondo, y pese a las decenas de miles de muertos, aquella catástrofe yace en una especie de sima en algún rincón de nuestra sesera. O eso se me antoja.
De entre los vagos recuerdos no olvido la cantidad de especialistas que inundaron los programas televisivos. Lo que ha caído en la amnesia es lo que apuntaban. Algunas veces incurrían en contradicciones, eso sí, pero se entiende y se perdona porque el horno no estaba para bollos por mucho que algunos encerrados matasen el rato jugando a horneros o pasteleros de ocasión, pues se conoce que elaborar bollos sosegaba los nervios. También me impresionó (tiremos de ironía) la cantidad de héroes que brotaron. Los taxistas, los cajeros, los vigilantes y los reponedores de supermercado, los camioneros, los operarios de la limpieza, los agricultores, los cuerpos policiales, en fin... Aquí lanzabas un suspiro y emergía un Blas de Lezo, un Churruca, un Gran Capitán. Pero los verdaderos héroes, los héroes de la primerísima trinchera, fueron todos aquellos cuya profesión se vinculaba a la sanidad. ¿Salimos más fuertes? No. El virus provocó dolor infinito en las familias que ni siquiera pudieron despedirse de los suyos, arruinó negocios y fomentó, ay, corrupciones con la compra de mascarillas. Y China, la gran culpable, salió de rositas, o de rollitos de primavera. Y ha pasado un lustro de aquello...
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