Nunca estuve allí, pero si prestamos atención a las crónicas de aquel tiempo, el nivel de oradores cuando la Segunda República proyectaba el esplendor de ... las palabras. Sobre todo si lo comparamos con la época actual. Tampoco andaban muditos los políticos de la Transición. Hablaban desde la tribuna con cierta elegancia y, muchos de ellos, además, conservaban en su cabeza una avalancha de datos porque, en general, se trataba de gente preparada, curtida. Insisto: sobre todo si lo comparamos con ciertos zoquetes y ciertas tarugas que hoy ocupan sacrosanto escaño de padre de la patria.
Todo degenera, en efecto, y el arte de la oratoria hoy es un mero espejismo, un vetusto artefacto de antaño. Pero no sólo se discursea sobre la tribuna del Congreso, también encontramos ramalazos verbales en los mítines. No es fácil, en efecto, descubrir el tono mitinero apropiado, ese fluir amazónico de las frases dispuestas para atrapar a los escuchantes. Cierto es que, los que acuden a esas romerías van convencidos, y la mayoría cobra algún sueldecito del partido o aspira a ello. Sin embargo, me gusta que cuiden las formas, y estas han desaparecido. Diana Morant, según observo, todavía no ha localizado su tono cuando los aquelarres. Levanta la voz, pero sin la necesaria melodía. Se diría que no termina de cuajar su mensaje y este yace un tanto comatoso aunque grite. La vicepresidenta Montero, en cambio, exagera tanto que logra explosión chabacana. Véase su «mopongo» ampliamente celebrado en redes mediante memes. Sobreactúa en exceso, la vice. Que cada cual mantenga el acento de su tierra, ningún problema, sin embargo no es necesario masacrar el idioma de una manera tan implacable, sobre todo cuando luces cargazos. No se dice «mopongo», sino «me opongo». No cuesta tanto mimar un pelín la lengua. «Mopongo» suena a mondongo, y tampoco es eso.
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