En las principales ciudades sureñas donde la música en directo rebotaba tras cada esquina, la juerga se centraba casi siempre en una larga calle. Así ... sucedía en Nashville, Memphis y, cómo no, Nueva Orleans, en la famosa calle Bourbon. Al menos así acontecía en el lejano 97, durante un verano que me llevó junto a tres amigos hasta allí. Varias noches de zambullidas integrales, totales, siderales, nos familiarizaron con aquel ambientillo saturado de turistas, bebedores profesionales, listillos, camellos, nativos disfrutones y músicos, todos en feliz y engolfada hermandad.
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Supongo que, más o menos, todo seguirá parecido porque las zonas de marcha de aquellas urbes muestran una longevidad que persigue la tradición en un país joven y, por lo tanto, necesitado de ella. A raíz del atentado he recordado mucho aquella divertida calle. Qué garitos, qué marcha, qué bueno. Custodiaban la artería, al principio y al final, controles de policías con rictus severo tatuado sobre la faz. Y luego, en mitad del jolgorio, varias patrullas a pie y a caballo velaban para que el descontrol no mutase en apocalipsis infernal. ¿Qué falló? Ni idea. Sólo comprobamos que un asesino conduciendo un vehículo puede resultar tan letal como el ciego con pistola, allá en el metro, de Chester Himes, o sea uno que disparó a lo loco. Nunca estaremos a salvo, ni siquiera en las zonas de esparcimiento pacífico. En ninguna parte. Las reglas del juego cambiaron hace tiempo y no necesitamos viajar hasta un lugar exótico para recibir el matarile de la mano de un guerrillero reloco. El primer mundo y el tercermundismo de secuestro donde la vida vale menos que un pimiento difuminaron sus fronteras para unirse en el baño de sangre inocente. Si algún día me toca la lotería, compraré un apartamentillo en Nueva Orleans. Total, podemos palmar en cualquier rincón.
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