Lucía ricitos de oro precipitándose sobre su frente acaso en un intento de suavizar su importante quijada de careto asimétrico y conseguir así aire angelical. ... Y ahí, ofreciendo su faz y su verbo, anunció que ponía fin a las verificaciones, siempre sesgadas, por otra parte, en sus redes. Zuckerberg, por supuesto, para no fastidiar el postizo aspecto de colegón que gastan esos magnates de las cosas tecnológicas, verdaderos pájaros que sólo buscan aumentar sus fortunas hasta los confines del espacio sideral, gastaba camiseta, vaqueros y zapatillas deportivas. Oh, son como cualquier viejuno de su tiempo, alejado de la ropa circunspecta que te separa del prójimo con esos trajes a medida, esas corbatas y esos gemelos.
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Pero un detalle quebraba su imagen de noble muchacho a punto de sacar el perro a pasear para jugar con él lanzándo una pelotita. Y era el reloj que se enroscaba en su muñeca, un peluco valorado en casi un millón de euros. Ignoro si se le escapó este detalle o si, de alguna manera, marcaba estilo vindicando su condición de millonario pese al resto de su atrezzo normalucho. Portar un millón de pavos en su muñeca no es una broma. Ahora, ante el triunfo de Trump, cambia de bando y al fumigar sus verificaciones se acerca al nuevo líder. Los actuales multimillonarios que aspiran a dominar nuestras costumbres son así, mudan de piel según su interés. Pero ese relojazo provoca mis náuseas porque en él cristaliza su hipocresía. Me encanta que la gente disponga de su dinero como mejor le plazca, tan sólo me gustaría un poquito de coherencia, incluso un toque de nuevo rico adicto a la baladronada. Por coherencia. Me disgusta que finjan ser nuestros amigos y que sólo les mueva mejorar este valle de lágrimas. Por eso prefiero a los verdaderos capitalistas con pinta de tiburón, Rolls, chófer, puro en la boca y sombrero de copa.
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