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Gracias a una bonita carambola acabé en un cotizado balcón de la plaza del Ayuntamiento para contemplar desde las alturas una mascletá. Me crucé con ... un amigo cerca del centro de la ciudad y me preguntó: «¿Te vienes a un balcón para la mascletà?». Me pilló tan de sorpresa que sólo pude susurrar algo cobardica: «¿Eh, pero por la cara, en serio?». Me miró con pena y me aseguró que sí, que por la mera patilla, o sea de gorra total. No me pude negar. Soy un patriota y creo firmemente que a los toros y al fútbol, o se va sin pagar o no se va. Encima tenía derecho a zampar como un bellaco el piscolabis que sirven en esas situaciones y a beber brebajes plagados de burbujas.
Antes de que sonase el primer trueno de puro jazz sincopado observé el gentío que se arremolinaba allá abajo. Desde las alturas formaban una masa compacta que ondulaba con cierta sincronía. Elaboraban, imagino que sin saberlo, un armonioso y lentorro bamboleo primaveral pespunteado de sensualidad mediterránea. O eso supuse en mis evocaciones desbaratadas, fruto de la situación de privilegio y de la ingesta de los licores... Mi amigo se acercó, me señaló el saturado balcón de nuestro consistorio, donde yacen las autoridades, y masculló: «¿Cómo no se les va a ir la pinza?». Sufrí un flash, una epifanía, una visión, una revelación. Claro que sí. Los dirigentes de la cosa política ven la vida desde otra perspectiva, y es fácil acostumbrarse a esa clase de mercedes, de chollos. No chupan colas, viajan en coche oficial, observan bajo sus napias el deambular de las viandas, les suelen efectuar constante peloteo (bueno, seamos justos, también les abuchean), gozan de escoltas que les protegen, conocen personas interesantes, en fin, que disfrutan de una serie de bicocas que nosotros, vulgares mortales, no gozamos. Así pues, en efecto, ¿cómo no se les va a ir la cabeza?
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