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El Saler, pulmón verde que alegra las cercanías, bello paraje que sirve tanto para encuentros furtivos de los amantes del contacto cárnico-esporádico como para el deambular placentero de los que gozan saludando a los árboles, se diría que está vivo de milagro. El Saler, ... la Albufera, tan cerca y tan lejos, siempre motivo de orgullo pero siempre al borde de un olvido que linda con el desprecio porque es difícil apreciar todo aquello que nos resulta familiar. Apenas le otorgamos importancia, al Saler, pero la tiene porque forma parte de nuestra vida.
El ladrillo casi lo engulle cuando los tiempos voraces donde la conciencia ecológica brillaba por su ausencia. Fue LP quien, por cierto, mediante cañera campaña, lo libró de la muerte. Pero algunos le conceden a esos pinos retorcidos, a esos arbustos que casi se dejan lamer sus tobillos por el agua del mar, una condición humana y por eso lo intentan socarrar. Semejante crueldad contra esa zona sólo se entiende si un perturbado le considera un enemigo, y el enemigo jamás es una inofensiva planta, sino una persona. Se busca un pirómano que disfruta con el baile de las llamas y con el crepitar de la madera. Perseguimos a una suerte de fantasma cuyo anhelo consiste en salivar ante un páramo de cenizas preñado de toque apocalíptico. Tuvimos suerte este verano pues ningún gran incendio devastó miles de hectáreas de tierra valenciana, pero siempre emerge la desgracia final, el arrebato locoide, la venganza del cafre, dispuesta a amargarnos la vida. Los vecinos vigilan mientras sobreviven a la angustia en un eterno «ay», la Guardia Civil estrecha el cerco con ojos de lechuza y, ahora, sólo esperamos que siembren de cañones acuosos aquel entorno. Si se quema el Saler hemos fracasado. Y al pirómano, si lo trincan, que le encierren y le arrebaten las cerillas para que su alma se congele.
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