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Me atrapa cierto miedo cuando topo con personas que tienen clara su vocación, su lugar en la vida, su objetivo marcado, su anhelo, su ambición ... sin fisuras, su sueño a corto, medio o largo plazo. También es verdad que, por un lado, admiro su determinación, esa voluntad tan firme que les impulsa hacia la meta; pero por otro, vaya, me aterra imaginar lo que serían capaces de hacer para conseguir la cumbre que necesitan coronar para satisfacer sus insaciables apetitos, sus pretensiones de triunfo.
Lo que perturba en el mensaje de Yolanda Díaz es el disfraz de cordero que emplea para lograr su lobuno fin tan de ringorrango. Nos habla con un tonillo infantil, acaso con una fosforescente dulzura para que olvidemos su comunista militancia, pero siente que es una elegida por el destino, una elegida para la gloria, y por eso quiere ser la primera presidenta de España. Alguien dispuesto a conseguir la jefatura suprema pisará cabezas, destrozará amigos y enemigos y tratará de fumigar cualquier traba que se le ponga por delante. Esto es inevitable. Alcanzar la cima supone renunciar a la normalidad que sólo nos ampara a los ciudadanos corrientes. Además, ese «yo quiero, yo quiero, yo quiero» que muchos usan me resulta cargante. Todos queremos algo en esta vida. Todos. Pero nos aguantamos porque nos conformamos con nuestros escasos éxitos de sabor doméstico y de atrezo como de mesa camilla. El «yo quiero» siempre destila algo apabullante y egoísta, pero encima, cuando no obtienes lo que quieres te sepulta el manto de la frustración y entonces te conviertes en un resentido que proyecta el odio del fracaso. Yolanda Díaz, está en su derecho y la aspiración es legítima, faltaría más, quiere ser presidenta y a otros, en cambio, nos horrorizaría incluso ser presidentes de la escalera. Será que mostramos querencia de perdedor habitual.
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