Creo que en una película de Woody Allen un personaje talludo pierde la cabeza, se separa de su mujer y se lía con la voluptuosa ... monitora de aeróbic, por supuesto rubia y de ojos azules. En este tipo de situaciones Allen derrama el ácido que nos gusta porque radiografía, con apenas un par de pinceladas, el ridículo que un hombre elabora con bárbara precisión matemática cuando pretende recuperar la juventud evaporada vampirizando a una jovencita ajena a sus inquietudes de, digamos, señorón mayor. Por mucho que algunos se empeñen, salvo excepciones, la diferencia de edad importa, y mucho. Conozco tipos cincuentones que se arrastraron, fingiendo alegría, hacia las pistas de baile reguetonero para complacer a su joven novia. Un espanto, vaya.
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Hace un par de días un amigacho me narró algo interesante... Cenaron en su casa cuatro colegas, todos divorciados. A la una y media de la madrugada se marcharon a sus moradas. «¿Y no os largásteis de copas por ahí?». No, no se escaparon de pendoneo, de cancaneo, de farra, de bullebulle. Aplaudí su decisión. Observé la sabiduría del veterano en ella. Tienen mi edad, por lo tanto concluímos que, con tantos lustros acumulados, atravesar la noche, y precisamente cuando los fines de semana con tantos gatos pardos pululando bajo la ingesta del alcohol, equivale a viajar hacia el... ridículo. En efecto, si a determinadas edades sigues cayendo en los ridículos, y por tu exclusiva culpa, tienes un problema. Por otra parte, conviene vigilar... El ridículo que surge de cualquier imprevisto acecha tras cada esquina y no es difícil precipitarte en ese abismo. Por lo tanto, no interesa forzar la máquina, sino sortear las trampas para mantener cierta dignidad. Al español honrado el ridículo le produce más pavor que una inspección de Hacienda. Controlemos, pues, los charcos para evitar las salpicaduras.
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