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Publicitar por ahí que las Fallas forman parte de la cultura catalana tan sólo revela un analfabetismo atroz teñido de cierta maldad gurrumina. Pues bueno, ... pues qué bien, pues vale, pues sujétame el cubata, en fin. Mi capacidad para escandalizarme mengua a pasos agigantados según avanza mi edad. Superas el medio siglo y casi nada te asombra, casi nada te irrita, casi nada logra que escapes del sagrado escepticismo que te blinda ante las tontadas sin fronteras. Observas desde tu trinchera y piensas que algunas seseras no tienen remedio y que tú tampoco estás aquí para expender justicia como si fueses el juez Dredd. Allá cada cual con sus empanadas mentales.
Lo que en verdad me escandaliza del asunto de las Fallas catalanizadas así por la cara, no viene con el alarde de arramblar con todo lo que puedan en el nombre de una Cataluña imperial, sideral, piramidal, eso me importa poco. Donde los ojos casi se caen de las cuencas es con la golosona subvención que los de este chiringuito han recibido durante la última legislatura gracias a la generosidad de Ximo Puig, a esas dádivas que nacen de nuestros impuestos. 800.000 pavos que salen de nuestras pobres arcas llevan embolsados estos fieras. Esta manera disoluta de regar tinglados que poco contribuyen a la economía de nuestra sociedad, me aplasta. Entiende uno que existan observatorios, fundaciones, institutos, clubes, asociaciones y cuadrillas preocupadas por un sinfín de asuntos que, al común de los mortales, apenas nos interesan, pero que se los financien ellos. Repartir cantidades tan indecentes para que unos pocos cobren sueldos a costa de la subvención descubriendo, por lo general, merluzadas grandiosas, se me antoja un atropello intolerable. Mientras tanto, los autónomos salen cada mañana con el cuchillo entre los dientes para ganarse el jornal. Y esto es un hecho.
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