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Cuando escucho a alguien pronunciar con cierta suficiencia lo de «yo estudié en la Universidad de la calle» mi piedad se despierta. En esos casos ... sé que estoy ante un tipo que ha triunfado, al menos en el canon de lo económico, pues los triunfos pueden ser de muchas clases, pero que esconde un resquemor más o menos importante, un complejo algo hibernado, porque cree que sin el barniz que otorgan las aulas superiores los demás le miran como si fuese un leproso medieval.
Considero, sin caer en dogmatismos ni papanatadas, que las personas o bien son interesantes o bien pertenecen al bando de las sepias incapaces de tonificar nuestra atención. Que hayan perfilado su morro en las venerables Universidades europeas, en las calles de Yemen, en los rigores de Alaska o bajo los cocoteros caribeños, me importa poco. Insisto: o son interesantes o son un muermo. Y todos preferimos alternar con la peña preñada de vivencias estupendas que, además, narran con envidiable pasión. Conozco eruditos de altos vuelos más pelmas que una tonelada de ladrillos y también bohemios militantes en la poetambre y la golfemia que te hipnotizan desgranando sus experiencias. Huyo de los primeros y me arrimo a los segundos. Lo ideal es que el prójimo proyecte una elevada cultura junto a esa gramática parda de callejones oscuros, que ahí nos dejan ojipláticos y felices. El nuevo lío este, derramado por la grasa gubernamental, acerca de universidades privadas o públicas supone otra trampa infecta, otra milonga de saldo, otra historia destinada a marear de una manera demagógica. En mi familia todos venimos de la Universidad pública y no nos ha ido mal, nos sentimos satisfechos con la enseñanza recibida. Pero no nos creemos mejores que los de la privada, como por ejemplo Sánchez, aunque la califique de «chiringuito». Pero qué formidable desfachatez la suya...
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