De ser una sociedad pudorosa que lavaba los trapos sucios en casa, que mantenía la cautela ante los malos tragos de la vida, que caminaba ... siempre con cierta discreción, que apenas realizaba aspavientos de bocazas feroz, mutamos muy rápido en tropa vocinglera, trompetera, fardona, propensa a los movimientos que sólo generan papilla ruidosa. Las redes sociales modificaron nuestro comportamiento. Tras décadas de contención, llegamos a la explosión, al desparrame, a lo de ventilar nuestras existencia sin ningún recato.
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Y una cosa, imagino, es colgar una foto con la paella dominical, y otra diferente es enchufar el oropel y la fantasía de los lujos. Yates, cochazos, mansiones, pelucos... Algunos ricos, o nuevos ricos, le han pillado el gusto a exhibir sus metales dorados que, a lo mejor, revelan sus almas de hojalata. Los verdaderos ricos de antaño destacaban por su mesura, se alejaban de la ostentación y guardaban escrupulosos los detalles de su poderío económico. Pero esto ha cambiado. Aunque quizá asistiremos bien pronto a otro giro. En efecto, Hacienda investigará en las redes todos esos alardes de pasta gansa, comprobará los ingresos de esos ricachones y, si observa desfase, zas, investigación al canto. No le deseo a nadie (bueno, o igual sí) una radiografía exhaustiva y rigurosa por parte del personal de nuestra Hacienda, pero claro, ante esos casos que homenajean las horteradas más rampantes, hombre, un sustito acaso no les venga mal. De ese modo recuperarían, a la fuerza, la cordura, la mesura, la sensatez. Hay algo chabacano, es inevitable, en lo de lucir vía redes abiertas al gran público los fastos de brillibrilli que tachonan tu rutina. Quién sabe si, gracias a los inspectores de Hacienda, se detiene esta hemorragia que nutre las vanidades de nuestras fogatas sociales. Ojalá lo consigan. Ganaremos en buen gusto.
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