A veces me siento feminista regulera. Me lío entre la tercera ola y la cuarta, no tengo clara la diferencia entre sexo y género y, ... aunque lucho para no dejarme llevar por la tiranía de la estética, me derrito cuando me dicen que estoy más delgada. Yo soy yo y mis contradicciones.

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Con todo y con eso, tengo claro lo importante: la igualdad sobre el papel hay que llevarla a la práctica. Porque todavía no es real. Porque existe la brecha salarial, porque la conciliación laboral sigue siendo una entelequia, porque el techo de cristal no se rompe ni a martillazos y porque quitar el plato de la mesa y llevarlo a la cocina no es repartir equitativamente las tareas domésticas. Eso, por no hablar de las agresiones sexuales o de los crímenes machistas. Así que una, con sus luces, sus sombras y sus recortes calóricos, es feminista.

También lo son muchos hombres, dirán. Pues no sé yo. O no sé si lo son de verdad. Aparentemente, sí: un día como hoy, partidos políticos, medios, empresas e instituciones se tiñen de morado, pero, a la mínima que rascas, a algunos se les ve el pelo de la dehesa (machista). No es que sean feministas reguleros, es que únicamente lo son de boquilla: pretenden apuntarse el tanto del 8 de marzo mientras que el resto del año impiden que las mujeres alcancen cargos directivos, desdeñan cualquier propuesta que venga de sus compañeras o les preguntan a las candidatas a un puesto de trabajo si tienen previsto quedarse embarazadas. Vale, no es lo peor que nos puede pasar, pero es síntoma de que aún no entienden el fondo de la cuestión. Y no lo entienden porque no quieren, que fácil es un rato: solo tienen que cerrar la boca, abrirse de orejas y escucharnos. Pero no les interesa.

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